El gobierno de Enrique Peña Nieto ha mostrado lo delgada que tiene la piel frente a la crítica proveniente no únicamente de la opinión pública nacional sino también de figuras emblemáticas de corte internacional. Extraviado en el manejo y la administración de las voces disidentes, el mexiquense ha olvidado que en el sustento de la andanada de detracciones es real y se reproduce cotidianamente.
A la deriva en materia económica, con la brújula extraviada en términos de seguridad pública y derechos humanos; en el país concurren cientos de manifestaciones de ingobernabilidad y de falta de rumbo, todas ellas hilvanadas e interconectas por un hecho franco: la falta de conducción en la que se encuentra la República; mismo frente al cual la única respuesta del presidente ha sido la frustración sintomáticamente mostrada en aquel no tan lejano ya sé que no aplauden.
La magnitud del deterioro social en el que se encuentra el país y la proporción del desatino de su gobierno tienen su prueba en el fenómeno de las desapariciones incalculables de mexicanos en los últimos años. Ayotzinapa y sus 43 normalistas desaparecidos han sido únicamente la muestra aberrante de una anomalía ampliamente generalizada en múltiples latitudes y de la cual dieron cuenta, apenas en una franja muy pequeña del territorio de aquel estado, la enorme cantidad de osamentas y restos humanos en las decenas de fosas clandestinas encontradas durante la búsqueda de los jóvenes desaparecidos.
La insolvencia del gobierno de la República para hacer frente a este hecho está evidenciada en la incapacidad de dar al menos una cifra sobre el número de desaparecidos, ya no de controlarlo o detenerlo. Así quedó claro en la comparecencia, apenas el pasado 3 de febrero, de una delegación de funcionarios mexicanos ante el Comité de Desapariciones Forzadas de la Organización de Naciones Unidas.
El fenómeno de las desapariciones y crímenes impunes, que se reproduce en diversas latitudes y toca a múltiples estratos de la sociedad, desde periodistas, hasta ambientalistas, académicos y líderes sociales; ha tocado fibras muy sensibles entre dirigentes campesinos en los últimos años.
Así entonces, el pasado 24 de febrero fue asesinado en Ciudad Juárez, Chihuahua, Alberto Almeida Fernández, miembro de El Barzón y destacado defensor del desierto de nuestro país, que en los últimos años jugó un papel determinante en la defensa del agua y en la exigencia por evitar la explotación ilegal y corrupción que beneficia a grandes empresarios agrícolas y funcionarios gubernamentales. El asesinato del chihuahuense estuvo precedido del de Ismael Solorio y Manuelita Solís, ocurrido hace poco más de un año, quedando también en la impunidad.
En tierras michoacanas apenas el pasado 18 de febrero fue levantado y desaparecido el dirigente de El Barzón y regidor en el municipio de Penjamillo, Rubén Magaña Reyes, sin que hasta el momento las autoridades locales y federales den información clara sobre su paradero. Dicha desaparición se da luego del asesinato que hasta la fecha ha quedado impune del también barzonista Javier Sagrero, dirigente ganadero en Quiroga. Este asesinato ocurrido el día 19 de septiembre de 2013 fue denunciado ante las autoridades locales y federales; sin embargo, al igual que en otros casos, los autores materiales e intelectuales gozan de la protección de funcionarios del gobierno que continúan sin ser sometidos a proceso penal.
El desatino de Enrique Peña Nieto es tan grande como la magnitud de la impunidad de los miles de crímenes que le siguen día a día en su andar. El cinismo con el que reclama loas de la opinión pública, también resulta proporcional al de su fracaso en la intentona por echar un velo de olvido a la sangre que se derrama en el México cotidiano y en el que sólo encontrará aplausos desaparecidos.
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