Toda la historia de México ha estado marcada por la lucha entre la propiedad de los pueblos y la gran propiedad individual. Siempre, desde la Cosquista y la Colonia, el latifundio una vez establecido hubo de crecer y expandirse a costa de la propiedad comunal a pesar de las resistencias indígenas. El proceso prosiguió en el siglo independiente, hasta que hizo crisis con la Revolución Mexicana.
La Revolución Mexicana reconoció en los hechos y en la Constitución, a la comunidad indígena y al ejido y, en la práctica, estas formas de propiedad social sustituyeron la estructura medieval de carácter latifundista. Ejido y comunidad formaron alianza con el Estado revolucionario y el crecimiento agropecuario tuvo tasas espectaculares. Hubo suficiente producción de alimentos, de materias primas industrializables y productos para la exportación. Las expectativas eran amplias y optimistas. Parecía que había valido la pena el sacrificio de un millón de muertos en los campos de batalla de la Revolución.
No obstante, la correlación de fuerzas políticas en el mundo y en México registró cambios fundamentales en perjuicio de las mayorías campesinas. Ejidos, comunidades y pequeños productores, entraron en la pendiente del abandono, la hostilidad y las normas legales estimularon la corrosión interna de los núcleos agrarios. En los días que transcurren, a pesar de que los ejidos y comunidades poseen la mayor parte de las tierras agrícolas, agostaderos y superficies forestales, prácticamente han sido borrados del lenguaje oficial, como si no existieran o nunca hubieran existido.
La ignorancia y los prejuicios impiden comprender que las formas de propiedad social sobre la tierra constituyen las reservas más importantes para el desarrollo rural, el empleo, la seguridad alimentaria y la paz social. La mayor capacidad de respuesta a la crisis del campo está representada por los ejidos, las comunidades indígenas y los pequeños productores ¿Por qué no entenderlo? ¿Cuáles son las razones válidas para tanta animadversión?
Antes, en las etapas en que se confiaba en los campesinos para contribuir al desarrollo nacional, había créditos, asistencia técnica, entrega de insumos y apoyos a la comercialización. Hoy, han desaparecido el Banrural, la Anagsa, Guanomex, Pronase y la Conasupo. ¿Qué quedó para apoyar a los productores, a los ejidatarios, comuneros, a los minifundistas particulares?, nada, sólo programas dispersos cuya efectividad debería evaluarse rigurosamente, para evitar que el remedio resulte peor que la enfermedad.
En el campo se han producido enormes procesos de diferenciación económica y social. De una parte, los sectores productivos vinculados con la globalización de los mercados. De otra, los productores medianos orientados hacia los consumos nacionales y finalmente, los pequeños productores, que son la mayoría, cuya motivación productiva principal es la subsistencia. Unos y otros tienen problemas específicos y deben ser objeto de políticas públicas específicas.
El cuadro de problemas en el campo es amplio. Entre otros muchos, podrían citarse los siguientes: alteraciones climáticas, deterioro de los suelos y limitaciones crecientes en la disponibilidad de agua, minifundio y bajos rendimientos, permanente proletarización rural, migración, feminización del campo, ausencia de inversiones, desempleo y disminución significativa en la producción de alimentos, tierras ociosas y pérdida de la esperanza en torno a que el campo permite trabajar para vivir con dignidad.
En la esencia de todo está la marginación, la desigualdad y la pobreza. La inversión es indispensable, pero, ¿quién invierte donde hay pobreza? Y entonces, ¿qué puede esperar la población rural? Un gran compromiso económico, social y político es inaplazable como requisito para el desarrollo y la prosperidad.
Las recurrentes crisis en distintas partes del mundo, Europa, Asia y Estados Unidos, muestran que el modelo de sociedad de mercado está agotándose rápidamente. México no es la excepción. Frente a ello, campesinos y productores pequeños, sin esperar el rescate del Estado, deben resolverse a establecer y operar bajo su estricto control, el conjunto de medios e instrumentos que intervienen en la totalidad del proceso productivo. Los vacíos generados por el repliegue del Estado, deben cubrirlos ellos mismos, con las características que corresponden a su propia realidad.
En este contexto, la situación debe corregirse con medidas como las siguientes:
Primero.- Una reingeniería de la administración pública para el campo, que permita incorporar el conocimiento y la experiencia campesina, desde las localidades, los municipios y las regiones, en todas las acciones para el desarrollo y el bienestar rural, evitando las duplicidades y una rigurosa y racional transversalidad. Juntos, gobierno y campesinos, tienen a su alcance los grandes objetivos. Separados, con desconfianza, en conflicto, nada grande puede hacerse.
Segundo.- Ante los vacíos institucionales, los campesinos y los productores más necesitados, deben establecer sus propias instancias de financiamiento y crédito, asistencia técnica, disponibilidad de insumos y mecanismos de comercialización con equidad. Crédito operado por ellos mismos, contar con sus propios técnicos, producir sus semillas y fertilizantes y negociar los términos para comercializar su producción.
Tercero.- Adoptar programas específicos de fortalecimiento del ejido y la comunidad, aprovechando su relevante potencial para generar trabajo y riqueza.
Cuarto.- Ejecución de un plan estatal para la conservación de los recursos, la transferencia tecnológica y la ampliación del catálogo de cultivos, desagregado por regiones, municipios y líneas de producción.
Quinto.- Ejecución de programas especiales para la mujer que hace producir la tierra, sustituyendo al hombre. Para los jóvenes que sin oportunidades viven en la desesperación y para los desamparados de siempre, los jornaleros agrícolas.
Seguir una ruta distinta es equivalente a dirigirse al desastre, no sólo del campo, sino de toda la sociedad michoacana.
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