Los vacíos de política pública en materia de desarrollo rural han sido evidentes en México y dramáticamente en Michoacán. La historia ha sido larga: se podrá recordar que como resultado de las grandes reformas en la tenencia de la tierra y la organización de los campesinos beneficiados, ocurridas en el sexenio cardenista, el país tuvo un crecimiento impresionante del producto agropecuario, que mostraba las ventajas de los grandes cambios. La tasa de crecimiento del PIB agropecuario entre 1942 y 1945 fue de 2.3 por ciento en promedio anual, en tanto que para los años de 1945 a 1956 pudo elevarse a 5.9 por ciento y entre 1956 y 1961 fue de 3.4 por ciento anual, según cifras de Salomón Ecktein en su trabajo El marco macroeconómico del problema agrario mexicano, de 1969.
Para los años 60 del siglo pasado, la producción comenzó a declinar, paralelamente al aumento de la población sin tierra y la dificultad de contar con superficies afectables de acuerdo con los límites establecidos para la propiedad privada inafectable. Desigualdad y pobreza volvían a caracterizar al campo mexicano y la violencia rural reapareció. Entre otras, pueden citarse las luchas de Rubén Jaramillo en Morelos y su trágico asesinato en mayo de 1962. El asalto al cuartel de Ciudad Madera, en Chihuahua, en septiembre de 1965. El movimiento guerrillero de Genaro Vázquez Rojas, a partir de 1965, y de Lucio Cabañas, en 1967. También las invasiones de tierras constituyeron un indicador fundamental de las circunstancias del campo. En 1967, según datos de la PGR, se registraron 780 invasiones de tierras en ese sólo año.
Por otra parte, la autosuficiencia alimentaria se perdió en la década de los setentas y las importaciones crecieron de manera exponencial. A partir de esta década el país no ha vuelto a recuperar el equilibrio entre producción y demanda, en el marco de una transformación del campo, frustrada en sus objetivos de desarrollo, con equidad para los productores y sus familias.
¿Cómo explicar este fracaso? La respuesta fue fácil, culpar al ejido y la comunidad, a los perezosos ejidatarios y comuneros, a su dependencia de papá gobierno y a su incapacidad para innovar y modernizarse. La solución también fue fácil: consumar las reformas constitucionales de 1992, para permitir la venta de parcelas y constituir la propiedad privada plena sobre esos bienes, que eran parte de una forma de propiedad social única e indivisible. La era post-ejido había comenzado.
Se argumentó que la intención implícita de la medida consistía en fomentar la integración de propiedades territoriales amplias sin las limitaciones que el minifundio parcelario impone a la inversión, el empleo, la productividad y el ingreso. Sin embargo, el fracaso de estas políticas privatizadoras tiene múltiples manifestaciones, particularmente por el crecimiento de la dependencia alimentaria, junto con el crecimiento de la desigualdad, la pobreza, el desempleo y las migraciones, al igual que los cultivos ilegales y las prácticas de la violencia.
Recientemente no hubo, a pesar de su anuncio, reforma profunda del campo. ¿En qué podría consistir? Se especuló que podría tratarse de la privatización total del ejido y la comunidad. Sin embargo, contra los supuestos oficiales originales respecto de la venta masiva de parcelas, los ejidatarios y comuneros se aferran a ellas como la única opción accesible para subsistir. Forzar la privatización del ejido y la comunidad significaría proletarizar de golpe a cerca de tres millones de productores minifundistas que actualmente disponen de al menos las pequeñas superficies donde cultivan los granos que consumen. Los riesgos y los conflictos podrían fácilmente salirse de control.
El gobierno parece encontrarse en un callejón sin salida y pareciera no tener disponibles estrategias alternativas, más que los programas de contención cuyos resultados son enteramente cuestionables. En el caso michoacano, lo que el nuevo gobierno anuncia proponerse consiste en encargar a la nueva Secretaría de Desarrollo Rural, tareas de organización de los pequeños productores para potencializar sus posibilidades de crecimiento.
Conviene destacar que la organización de los productores no fue, como tampoco es, una tarea prioritaria de las políticas públicas para el campo. El conjunto del proceso se ha caracterizado por el énfasis puesto en el trabajo individual y en las organizaciones parciales hacia el interior de los ejidos y comunidades, que ha terminado por debilitar su cohesión y unidad, haciendo prevalecer las desventajas de los productores aislados, facilitando los procesos de acumulación y diferenciación social, que han conformado la existencia de ejidatarios y comuneros ricos, frente a mayorías de ejidatarios y comuneros empobrecidos.
Consecuentemente, el cuadro actual del campo en México y Michoacán incluye profundas desigualdades y oportunidades inequitativas para generar y recibir los beneficios del desarrollo, como consecuencias visibles de su desorganización. Al menos en Michoacán, en los últimos 20 años o más no se ha establecido ninguna nueva organización económica significativa, al margen de los criterios productivistas y de sociedades anónimas.
Por eso destaca la importancia de que la Secretaría de Desarrollo Rural atienda las funciones de fundar empresas colectivas y sociales para que los productores del campo conjunten sus esfuerzos productivos y mejoren los precios en la comercialización de sus productos.
No son retos fáciles, pero de lograrse con amplitud y autenticidad, se podrá ofrecer al conjunto del campo mexicano, desde Michoacán, estrategias alternativas probadas para el desarrollo y el bienestar. ¡Habrá que verlo!
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