Debe haber algún momento preciso en el que la sociedad deja de ser sensible a ciertas imágenes, estímulos, desastres o sucesos de choque. Quizá, envuelto en el cinismo, el descubrimiento de ese tránsito de capacidad de asombro acumulada a su negación, lo hizo Stalin al afirmar que un muerto es una desgracia y un millón, una estadística.
Lo cierto es que sin haber precisado este punto de quiebre, la sociedad michoacana ha visto cómo su facultad de reacción ha comenzado a anularse frente a sucesos que en condiciones normales serian trágicos, como si se tratase de un tejido blando atacado por flagelos que provocan heridas recurrentes, mismas que al cabo del tiempo cicatrizan inflamándolo y haciendo que pierda su funcionamiento normal; el pueblo michoacano se ha hecho inerte ante el permanente derramamiento de sangre al que ha sido sometido.
Apenas hace tres años, los michoacanos, pese a estar inmersos en el ojo del huracán de una guerra contra el crimen organizado, llenamos de asombro nuestras conciencias al saber de la aparición formal del primer grupo de ciudadanos armados que peleaban por su seguridad ante la incapacidad del Estado de brindárselas. Lo que se llenó en la agenda pública con el concepto de autodefensas, comenzó teniendo el hipertexto de rebeldía y posteriormente el de dignidad, pero siempre asociado al asombro.
La batalla que decidieron dar hombres como Hipólito Mora y José Manuel Mireles en La Ruana y Tepalcatepec fue el dedo que señaló la joroba del Quasimodo que eran las instituciones encargadas de brindar seguridad e impartir justicia a los michoacanos. Nuestro oído puso atención después a voces como las de Cemeí Verdía, que apuntó a la lengua bífida de la corrupción en los cuerpos de seguridad y otros tantos males; la letanía exhibicionista fue sucedida por señalamientos horrendos e impactantes a nuestra defectuosa quimera, mismos que fueron hechos por religiosos como Gregorio López o José Luis Segura.
La sangre continuó derramándose en territorio michoacano. Los muertos caían en centenas, o quizás miles, y eran a tres fuegos: el de los criminales, el de las autodefensas y el de los cuerpos de seguridad. El llanto y el dolor de mujeres y niños se acumularon y cicatrizaron con el agravante de la catarsis negada por el miedo a compartir el duelo de tantas pérdidas en tan poco tiempo. Pronto la capacidad de atención de los michoacanos fue saturada. Crimen tras crimen se agregaba a una cuenta interminable.
Hoy el aparato fisiológico encargado del asombro dentro de la sociedad michoacana ha hecho fibrosis. Mireles y Cemeí, símbolos de dignidad, están encarcelados sin que se asome justicia alguna; Hipólito, por su parte, padece la amenaza permanente de la prisión a la que se le acumula la del fuego de El Americano en su contra. Así, con sus líderes ensimismados y amenazados, los autodefensas se encuentran sometidos a una guerra de exterminio que ha sido denunciada por José Manuel Mireles desde septiembre del presente año.
Las ejecuciones impunes de líderes de autodefensas en Tancítaro, Yurécuaro, Nueva Italia, Churumuco y Parácuaro, entre otras latitudes del estado, se acumulan al baño de sangre que inunda a Michoacán desde hace años y que se agolpa como nudo en la garganta de un silencio más desesperante que el del grito de Hipólito a la opinión pública ante el cadáver de su hijo aquel 17 de diciembre del año pasado.
La ignominia de la cárcel a Mireles, Cemeí, así como de la reciente sentencia de un juez en contra de Hipólito Mora, pesa tanto como la de otros 384 autodefensas detenidos por un Estado mexicano que hace de estas condenas el monumento a su cinismo e incapacidad.
Es probable que la insensibilidad que ha acusado la sociedad michoacana ante las injusticias que han caído sobre los autodefensas sean el síntoma de la fibrosis social del conjunto de los mexicanos que permanecemos impávidos ante la corrupción, la pobreza y la frivolidad del gobierno que tenemos. Pero ya lo dice la sabiduría popular, no hay mal que dure 100 años ni cuerpo que los resista.
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