
El elevado grado de incertidumbre que rodea a todos los acontecimientos suscitados en Michoacán sólo muestra tendencia a incrementarse con la acción de las fuerzas federales; aún cuando las autodefensas han sido acusadas de haber sido infiltradas por el narcotráfico, la acusación se ha extendido ya a todas las esferas del gobierno.
En teoría, una autodefensa o policía comunitaria encuentra su legitimidad y principal fortaleza en su relación estrecha con un núcleo de habitantes de un lugar determinado, de acuerdo a qué tan sólidos son sus lazos será más eficaz la provisión de seguridad por parte de este cuerpo.
Si los lazos de la comunidad no son tan sólidos y la confianza y reciprocidad de los habitantes es escasa, lo más probable es que un grupo de gente pertrechada con armas de alto poder, más que brindar seguridad, acabará convirtiéndose en una tiranía, donde quienes tienen más posibilidades de ejercer la violencia impondrán su voluntad a los demás.
En teoría (también), el Estado existe para evitar que cualquier persona con mayor poder y fuerza aplique su voluntad a través de la violencia sobre los demás ciudadanos, el Estado no tiene amigos ni enemigos, debe ser un ente supuestamente neutral que ejerza la justicia y el derecho sin tratos personales o especiales. En ello se justifica su tan mentado monopolio de la violencia.
La realidad dista de ser esa, el Estado además de ser muy ineficaz en la aplicación de la justicia, ha dado amplias muestras de tener amigos y compadres, sobre todo entre los más económicamente poderosos, a la vez que ha mostrado que sus representantes gubernamentales se caracterizan por su corrupción.
La principal objeción que se le puede hacer a una autodefensa o policía comunitaria es que en realidad no busque beneficios para su población, sino simple abuso de su poder. En el caso de Michoacán se han despertado constantes sospechas de que estos grupos estén ligados a criminales que sólo buscan sacar de la plaza a los denominados Caballeros Templarios.
Desde luego que eso es preocupante, pero acaso es muy distinto de la corrupción que ya han mostrado los elementos armados del Estado, aquellos que se supone están para aplicar la justicia.
Sobran los ejemplos de policías o incluso militares que han, no sólo violado los derechos elementales de la ciudadanía, sino que incluso se han pasado a las filas del crimen organizado. Esto sin mencionar las sospechas de que el gobierno esté apoyando a uno de los bandos en contienda.
Eso en buena medida se debe a la situación de la sociedad mexicana en general, ante la falta de lazos sólidos y de una organización más fuerte, está a merced de los abusos de quienes cuentan con el más mínimo poder emanado del Estado o de la ilegalidad.
En los días pasados hemos sido testigos del abuso de las fuerzas federales y además, de su falta de capacitación para lidiar con conflictos sociales tan graves como los que se presentan en la Tierra Caliente. Más allá de las circunstancias, es imperdonable que militares abran fuego contra civiles desarmados.
Pero la responsabilidad, más que ser de los militares ahí presentes, es de los supuestos representantes del Estado, los gobernantes que dieron la orden para que esas circunstancias se presentaran y culminaran en hechos de sangre.
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