
El pasado jueves 10 de marzo me apersoné una vez más en el Teatro Ocampo, para estar en el cuarto concierto de la primera temporada del año de la Orquesta Sinfónica de Michoacán (Osidem). Se dio bajo la dirección de su titular, el maestro Miguel Ángel García Ramírez, y el teatro lució lleno de un buen público para escuchar un programa lindo por dos de las tres obras programadas: la Obertura a la ópera El barbero de Sevilla, de Rossini y la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Es muy estimulante ver a tanta gente llegar temprano al teatro para conseguir un asiento dónde disfrutar del arte incomparable de la música clásica, pero es deprimente que los organizadores mantengan a ese público haciendo fila en la calle durante más de una hora en el frío, en el viento, en la lluvia, por la necedad de abrir las puertas sólo quince minutos antes de que empiece el concierto. En ningún lugar civilizado se ve eso.
Con una orquesta crecida con numerosos músicos invitados, la velada abrió con la Obertura de El barbero de Sevilla, ópera bufa de Gioacchino Rossini (1792-1868). Es la pieza de su género más gustada en el mundo, y aunque no fue compuesta para esa ópera, nadie concibe El barbero sin ella. Es de lirismo veneciano seductor, voluptuosa como mujer napolitana, de vigor mediterráneo y burbujeante como la mejor champaña de Reims. Escucharla una vez es enamorarse de ella. ¡Y bien que le salió a la Osidem! Miguel Ángel García me sorprendió con su modo de dirigir. De memoria y sin batuta, con un lenguaje corporal muy amplio, suave y ondulante, pero también claramente indicativo de lo que está pidiendo de los músicos y el momento preciso en que lo pide. Usa las dos manos como izquierdas. Parece que el tiempo está entendido y fijado desde los ensayos; en la ejecución, ambas manos son izquierdas, para inducir la armonía y la dinámica. El resultado final, con esta conocidísima obertura, fue magnífico.

(Foto: Especial)
El programa siguió con el Concierto para contrabajo y orquesta en La mayor, de Domenico Dragonetti (1763-1846), italiano que, no siendo compositor de óperas, hubo de emigrar a Londres donde vivió, trabajó, triunfó y murió. Contrabajista destacado, la mayor parte de su obra está dedicada a ese instrumento, para el que hizo varios conciertos, uno de los cuales escuchamos esa noche. Para ejecutarlo, invitaron a Juan Antonio Balcázar Quiñones, joven músico que inició sus estudios del instrumento en el Conservatorio de la Rosas, para terminarlos hasta niveles avanzados en Europa. Actualmente es docente en las dos escuelas de música de la ciudad.
Estilísticamente, el concierto está situado en los albores del clasicismo y estrictamente sigue sus normas, pero es una pieza sin oficio ni inspiración y que no genera emoción alguna. Alguien a mi lado dijo que era un concierto muy limitado. Me parece que el comentario fue muy benévolo; a mí pareció una obra de muy mala calidad. Y con eso, ningún solista puede lucir, aunque sea un ejecutante extraordinario; sonó feo. Esto se agravó por la vestimenta de Juan Antonio Balcázar, que auténticamente salió en garras. Quiso parecer casual, pero lució descuidado, con desaliño y hasta sucio, constituyendo todo esto una absoluta falta de respeto al público, a sus compañeros músicos y al arte mismo.
Pero bueno, después del intermedio el concierto cerró espléndidamente con la Quinta Sinfonía, de Ludwig van Beethoven (1770-1827), obra magna del genio universal de la música, verdadero drama heroico que nos comparte la emoción incomparable de enfrentar a un destino desfavorable, luchar contra él y salir triunfante en una apoteosis del espíritu.
Miguel Ángel García volvió a lucir al frente de la Osidem como en la primera obra, dirigiendo en forma emotiva, sin partitura ni batuta, con dos manos izquierdas, aunque aquí, en ocasiones precisas que lo demandaban, la derecha tomó su papel rector del tiempo; era necesario el énfasis. Magnífico el resultado final, que se selló con un aplauso sonoro, prolongado y sentido.
Hasta la próxima.
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