
Cada persona, cada sociedad, tienen su tiempo y su historia propios; entonces, cada cultura se construye alrededor de un sentido del tiempo.
A la medianoche de cada 31 de diciembre, muchas personas en el mundo celebramos la culminación de un año y el comienzo de uno nuevo, lo cual parece algo simple pero en realidad pocos saben por qué un año cuenta con doce meses y a su vez, éstos, con 30 o 31 días. La fecha ha sido designada como “arbitraria” por notables científicos y físicos, quienes conocen la historia, que ha quedado atrás, de cómo y por qué se eligió mes y día cercanos al solsticio de invierno para terminar e iniciar un nuevo conteo.

(Foto: Especial)
Desde sus principios la humanidad necesitó convenciones que le permitieran medir el tiempo. Obviamente, la primera forma fue el transcurrir del sol, es decir, dividir el tiempo en días que significaban cada puesta de sol, para posteriormente dividirlo de acuerdo con la posición que esta estrella tenía en el cielo.
Tuvieron que pasar muchos siglos para que el hombre aprendiera a definir el momento exacto: se dividió el día en partes iguales llamadas horas y éstas en minutos y segundos. Cada día se dividió luego en 24 horas, cada hora en 60 minutos y cada minuto en 60 segundos, siguiendo el sistema hexadecimal. Sin embargo, en la antigüedad fueron muy utilizados los calendarios lunares, que se rigen por el ciclo de 29 y medio días de la luna. Eso es lógico, por la semejanza con el periodo menstrual de la mujer y con el tiempo de preñez de diez meses lunares.
Se sabe que los babilonios fueron los primeros en utilizar un calendario lunar, y los celtas, en el norte de Europa, se rigieron por un calendario lunar donde la unidad de medida no era el día, sino la noche, como antes del siglo XVI era común en muchos pueblos de la recién “descubierta” América. En la actualidad, el calendario lunar es usado en el mundo del Islam, asociado a los dictados del Corán: “La luna nueva fijará el tiempo para la población y para el peregrinaje”.
Por su parte los egipcios optaron por el calendario solar, de 365 días y un cuarto. Y son los precursores directos del calendario moderno que todavía usamos. En América, los mayas se regían por un calendario solar que resultó –según los estudios hechos– de suma exactitud.
Astronómicamente el año solar es el tiempo de traslación de la Tierra alrededor del Sol, periodo en el que suceden las cuatro estaciones. El día es el tiempo que tarda la Tierra en girar sobre su eje y dura 24 horas… y no tiene relación directa con la duración del año. La duración exacta del año solar es de 365 días, cinco horas, 48 minutos y 46 segundos, y por ello resulta imposible hacer coincidir el año con un número exacto de días. Por ello se optó por hacer el año de duración variable para establecer años cortos de 365 días y algunos largos cada cuatro años, de 366.
El precursor del calendario comúnmente utilizado hoy en día es el calendario romano. Según una leyenda se usa desde la fundación de Roma, aproximadamente en el año 750 antes de Cristo. Inicialmente el calendario romano contenía diez meses, y el año empezaba en marzo. Se añadieron dos meses extra –enero y febrero– en reformas posteriores. Y para mantener el calendario sincronizado con la Luna, el Sol y las estaciones se tuvieron que hacer algunas intercalaciones, con poco acierto en algunos casos.
En tiempos de Julio César (100-44 antes de Cristo) el desajuste era tan grande que el emperador encargó a un astrónomo llamado Sosígenes que le asesorase sobre la reforma del calendario. Sosígenes aconsejó abandonar el calendario lunar para adoptar un calendario basado únicamente en el año solar. César decretó a continuación que cada año tendría a partir de entonces 365 días, añadiéndose un día extra cada cuatro años (año que más tarde se vino a llamar bisiesto), en el mes de febrero.
Para compensar el desfase acumulado se decretó que el año 46 antes de Cristo tendría 445 días. En honor del reformador se cambió el nombre de un mes, que vino a llamarse julio. Este calendario se conoce como juliano desde entonces. Al llegar la Edad Media, el calendario juliano estaba muy arraigado ampliamente en Europa. Comenzaba a introducirse el sistema de contar los años a partir del nacimiento de Cristo y todos los años divisibles por cuatro se consideraban bisiestos.
Sin embargo, el calendario juliano no era exacto dado que el año solar no duraba 365 días con seis horas exactas, sino con alrededor de cinco y 48 minutos, por lo que con el pasar del tiempo se acumularon minutos, horas e incluso días de diferencia. Ante ello, en la Iglesia católica se habló sobre la necesidad de reformar el calendario durante más de 300 años. Finalmente, en 1582, el Papa Gregorio, tras asesorarse con matemáticos y astrónomos, decretó que el problema se solucionaría omitiendo tres años bisiestos cada 400 años: los años de fin de siglo, acabados en dos ceros, sólo serían bisiestos en el caso de que fuesen divisibles por 400.
Este calendario ha llegado a nuestros días con el nombre de calendario gregoriano. En la mayoría de países europeos se omitieron diez días del año 1582 para corregir los errores acumulados por el calendario juliano. No todos los países de Europa adoptaron inmediatamente la reforma gregoriana. Como el Papa Gregorio era católico, casi todos los países protestantes ignoraron el decreto.
El problema de los días sobrantes era tan notorio en la Inglaterra del siglo XVIII que el Parlamento tuvo que ordenar un ajuste. En septiembre del año 1752 se omitieron once días y se adoptó la solución del Papa Gregorio para los bisiestos. De esa forma, conjugando la intervención de Julio César y el Papa Gregorio, cada 31 de diciembre se celebra el fin de un año en la mayor parte del planeta, aunque existen algunos sitios que por motivos religiosos (como China o el Medio Oriente) el año en que se encuentran es distinto, e incluso la fecha en conmemorar el inicio del año cambia.
Lo anteriormente escrito es resultado de consultas a material serio y diverso, aunque existe la opción de inventar el propio tiempo que dé ritmo y razón a nuestra vida.
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