La historia de la humanidad no puede ser entendida sin la aparición de alteraciones y puntos de quiebre en todo tipo de tendencias. En diversos momentos los patrones de conducta, las artes y las ciencias, las instituciones –entendidas ampliamente más allá de los aparatos públicos– y los mecanismos de relación del ser humano con su entorno, han sufrido cambios por la agregación de pequeñas de fuerzas de contraposición que al acumularse alteran el conjunto de elementos, o bien por violentos virajes generados desde variables endógenas o exógenas.
En cualquier caso, el determinismo humano es el factor fundamental que explica el movimiento de la sociedad. Detrás de cualquier metamorfosis de la dinámica social se encuentra la voluntad del hombre de alterarla. La esperanza, aliento que empuja a la imaginación humana a proyectar escenarios de vida deseables y a planificar la construcción de utopías, es la condición sin la cual no es posible entender las grandes revoluciones sociales, científicas, económicas y políticas.

(Foto: Especial)
Sin embargo, al igual que el vocablo “cambio”, la “esperanza” ha sufrido una serie de embates lingüísticos, semióticos y retóricos. Inmersa de forma permanente en la arena política, se ha pretendido restar fuerza a su evocación libertaria al ahogarla en el infame mundo de la demagogia. Así, el ser humano que se atreve a invocar a la esperanza es, más temprano que tarde, llamado iluso, cuando no mentiroso, por traer al terreno de lo “racional”, lo “preestablecido” e “inamovible”, al “irracional”, “utópico” e “irrisorio” mundo de la esperanza.
La esperanza es un pecado capital en un momento el que la historia, si no tiene fin, al menos sólo le es dado pensarlo a quienes poseen la iluminación que proviene del monopolio del poder político o económico. El desafío que significa para la lógica conservadora la sola posibilidad de que se alteren sus modelos, a raíz del más elemental impulso creativo de la esperanza, es veneno puro.
Las lecciones que la esperanza irriga en muchas latitudes del mundo han escrito un capítulo importante en Ecuador. Y es que después de diez años en los que los habitantes de este país han emprendido fuertes transformaciones sociales, y una vez que han decidido profundizarlas con la reivindicación de su revolución ciudadana a través de las urnas, el futuro para el país sudamericano parece distinto al que estaba condenado por los intereses ajenos a los de su pueblo.
Rafael Correa, economista, catedrático universitario y líder del Movimiento Alianza País, asume la Presidencia de Ecuador en 2007 con una sociedad que tenía 36.7 por ciento de su población en la pobreza, cifra que ha descendido al 23 por ciento en 2015, lo cual equivale a que más de un millón de ecuatorianos han abandonado esta condición de marginación.
Pero quizá la irreverencia más importante y esperanzadora de la llamada Revolución Ciudadana de Correa se encuentre en el atrevimiento que significa el establecimiento del principio constitucional de “el buen vivir”, el cual desafía a la lógica capitalista que somete a la naturaleza y al ser humano al principio de maximización de la utilidad y la renta.
Según el Plan Nacional del Buen Vivir, este concepto supone “tener tiempo libre para la contemplación y la emancipación, y que las libertades, oportunidades, capacidades y potencialidades reales de los individuos se amplíen y florezcan de modo que permitan lograr simultáneamente aquello que la sociedad, los territorios, las diversas identidades colectivas y cada uno, visto como un ser humano universal y particular a la vez, valora como objetivo de vida deseable (tanto material como subjetivamente y sin producir ningún tipo de dominación a un otro)”.
Con más por decir pero mucho por hacer, Lenín Moreno Garcés ha asumido el compromiso de seguir reivindicando la esperanza en Ecuador. Esa que nos quieren arrebatar los que desean que los marginados no soñemos y la misma que quieren descalificar para desarmarnos en contra de sus atropellos.
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