
Carmen es una ópera con música de Georges Bizet (1838-1875) y libreto de Ludovic Halévy y Henri Meilhac, basado en la novela del mismo nombre de Prosper Mérimée. Estos datos enfatizan el carácter de ópera, que debe entenderse como la manifestación artística más sofisticada que se ha dado en el mundo occidental y que comprende, necesariamente y por lo menos, dos artes, el teatro y el canto. Drama y música que en Carmen cuajaron en un sincretismo genial de realismo refinado que no tuvo continuación. El verismo italiano, iniciado por Verdi, fue otra cosa.

(Foto: Especial)
Carmen no recurre al argumento histórico ni al trasfondo heroico de la ópera romántica. Es una historia de la vida, pero poco cotidiana. A través de su narración concisa y de un puñado de acciones apasionadas, nos asoma a vivencias universales. Junto a la tragedia hay comicidad. Triunfo, desesperación y muerte son los signos de los protagonistas a lo largo de la obra, marcas indelebles que el destino les fijó.
El libreto suaviza la novela, tan llena de sangre. La dialéctica musical tan viva, con base en el uso de motivos musicales que caracterizan personajes y situaciones, así como el refinamiento musical de Bizet, recrean el drama de Mérimée en una obra que, por mucho, supera al original.
Musicalmente Carmen es una obra muy rica. Tiene bellos trozos orquestales, como la obertura y los entreactos, numerosas partes corales, solas o acompañantes, dúos, un trío, un quinteto y un sexteto, así como varios solos para los personajes principales, de los cuales sólo uno consideró Bizet como aria, la de Micaela. A los demás los llamó habanera, canción, seguidilla o couplet. El conjunto de la ópera es muy abigarrado y poco ortodoxo. Bizet, que nunca estuvo en España, logró el color local usando el folclor y su extraordinaria capacidad de invención melódica.
Todo esto, a propósito de que el pasado sábado 19 de agosto regresé al Teatro del Bicentenario en León, Guanajuato, para estar en una producción de esa casa de ópera, con Carmen, de Georges Bizet. Quiero enfatizar lo valioso, culturalmente, de que León tenga una casa de ópera propia; las producciones no se importan, se hacen ahí. Se pueden invitar directores y cantantes de fuera pero el cuerpo y el alma son de ahí. La ópera la hicieron la Orquesta y el Coro del Teatro del Bicentenario con el Coro de Niños del Valle de Señora. La puesta en escena fue de Mauricio García Lozano, la escenografía, de Jorge Ballina, y la dirección musical, de José Areán. Las voces principales fueron invitadas. Carmen, gitana hermosa y fatal, la hizo Alessandra Volpe, que es una de las tres mezzosopranos más buscadas en el mundo para este papel. José Manuel Chu, tenor, fue Don José, soldado, deshecho en la pasión amorosa por Carmen. El personaje del torero Escamillo, también amante de Carmen y rival de Don José, lo hizo el barítono Armando Piña. Micaela, la tierna pueblerina enamorada de Don José, fue Marcela Chacón. Hay otros personajes, no secundarios, sino de fondo dramático: dos gitanas, dos contrabandistas y dos oficiales menores del ejército.
En lo musical la obra resultó magnífica y pareja. Lucieron solistas, coros y orquesta sin grandes contrastes de calidad. Todos lo hicieron bien. La actuación dramática de los cantantes (solistas y coros) y los comparsas también muy propia, sin exageraciones de mal gusto. La puesta en escena (escenografía y movimiento escénico) nos sacó de onda por un buen rato, pero finalmente salí convencido de que fue estupenda. Los cuatro actos de la ópera se desarrollan en una plaza de Sevilla, en una taberna que ahora se llamaría giro rojo, en las montañas fronterizas con Francia y en la plaza de toros de Sevilla. La escenografía fue minimalista. Toda siempre en rojo y siendo, nada más, el esqueleto de una plaza de toros con gradería. Moviéndola en todos los planos posibles, toda o en partes y en varios sentidos, era la plaza de la tabacalera sevillana, la taberna de Lilas Pastia, las montañas de los contrabandistas o la plaza de toros donde triunfa Escamillo. Aparentemente minimalista, acabó siendo muy compleja y finalmente magnífica. Y como se decía en mis tiempos mozos de melómano: fue una función de ópera redonda.
Hasta la próxima.
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