
Aunque para muchos es conocido y cada vez parece que va en aumento, resulta un tema del que se habla poco por tratarse de una conducta que provoca daños de distinta índole, no sólo entre quienes la ejercitan y la sufren, sino también entre quienes rodean a ambas partes. Esto es la violencia y la agresividad entre adolescentes.
Dos ejemplos: la hija menor de una conocida mía estuvo a punto de abandonar su deseo de estudiar en Morelia el bachillerato que le permitirá cursar la carrera que ha elegido. Y no es que haya perdido el interés, tampoco por dificultades académicas, económicas o familiares. Sencillamente estaba siendo víctima de acoso y hostilidad por parte de otras adolescentes “compañeras” de grupo que la tenían atemorizada.

(Foto: TAVO)
En este caso, cuando la chica habló con sus padres de lo que ocurría en la escuela, ellos le preguntaron, con toda lógica, si tenían conocimiento de estas manifestaciones irregulares entre alumnos sus maestros. Por supuesto, la respuesta fue afirmativa. Así que juntos (alumna y padres) hablaron con la autoridad responsable de la escuela sólo para obtener como respuesta muchas evasivas y una absoluta falta de compromiso por parte del personal docente: “No podemos cambiar las actitudes de las jóvenes”, “mire que hasta han obligado a renunciar a algunos profesores…”.
Esta joven también habla del dolor que le provocaban las frases hirientes o francamente discriminatorias por parte no sólo del grupo acosador, sino también de otras chicas que se decían sus amigas o habían sido, en algún momento e igual que ella, agredidas y ahora adoptaban las mismas actitudes violentas o agresivas en sus relaciones. Al entender que a pesar de su denuncia nada iba a cambiar, apoyada por sus padres decidió inscribirse en otra escuela, en la que encontró mejores relaciones y un principio de autoridad basado en el respeto y una buena comunicación entre profesores y alumnado.
Otra experiencia que me fue confiada es la de un joven que también se vio obligado a cambiar de escuela (y de bachillerato) porque tuvo la osadía de defenderse y no permitir los tratos violentos que imponía un pequeño grupo de bravucones, sobre todo para hostilizar a los de nuevo ingreso.
Trataban de obligarlo a tomar bebidas alcohólicas dentro de la escuela. a “piropear” a las compañeras de manera ofensiva, empleando palabras vulgares o despectivas, o igual, lo retaban a tocar de manera inadecuada a compañeras de otros grupos o a las mismas maestras. También hacían uso de sus móviles para tomar fotos comprometedoras de chicas que luego hacían circular por las redes, desprestigiando a quien tuviera la mala fortuna de ser blanco de sus agresiones. Al no estar de acuerdo y tratar de evitar su compañía, él se convirtió en víctima de los abusos del grupo dominante y sujeto de burla para la casi generalidad del salón.
A pesar de que algunos compañeros también habían vivido situaciones parecidas, ninguno estuvo de acuerdo con presentar alguna queja. E inútiles fueron las denuncias que intentó hacer ante maestros de grupo o ante el mismo director de la escuela, quienes primero escucharon y pretendieron hacerle creer que preparaban una estrategia para abordar el problema de manera integral; luego dieron largas al asunto y, finalmente, pretextaban cualquier cosa para eludirlo. Y en tanto, las agresiones en su contra iban en aumento ya que al parecer alguno de los maestros informó a los acosadores de la denuncia hecha y una tarde, al salir de clases, fue golpeado por dos individuos desconocidos, sin motivo aparente, puesto que no le robaron ninguna pertenencia.
Estos dos jóvenes fueron víctimas de lo que popularmente hoy se conoce como bullying. La joven, en una escuela particular; él, en una preparatoria de la Universidad Michoacana. Ambos poseen mucho en común: cuentan con el apoyo y buena comunicación con sus padres, quienes les han educado para tener confianza en sí mismos; han tenido la valentía de denunciar y, lejos de guardar resentimiento, se han convertido en promotores del respeto en todo tipo de relación.
Sin embargo, existen muchísimos casos en los que aquellos jóvenes que fueron víctimas de violencia adoptan las mismas actitudes que les lastimaron y las utilizan en contra de sus propios hermanos menores u otros adolescentes en situación vulnerable.
Especialistas en el tema mencionan que “la juventud ha desarrollado su historia bajo un modelo hegemónico que desde los estudios sociales ha sido denominado ‘adultocéntrico’, esto es, son los adultos quienes en gran medida definen los marcos de desarrollo individual y colectivo en que las y los jóvenes pueden insertarse en una sociedad que permite la agresión hacia quienes no encajan en modelos preestablecidos”.
Es en la adolescencia cuando se acentúa en todo joven la idea de que hay que relacionarse con quienes resulten parecidos en actitudes o “gustos” y se sienten más fuertes cuando en el grupo hay uno o varios que son más débiles. Para ello los descalifican o los discriminan pues les cuesta aceptar lo diferente porque lo sienten como peligroso. A esta edad los medios de comunicación ya han cumplido su cometido: la cotidiana exposición de violencia en ellos aumenta la probabilidad de comportamientos agresivos y antisociales.
La violencia no es privativa de ninguna clase social y la misma modifica escalas de valores. La agresividad y la violencia en las aulas, actualmente, es parte de la vida de todo docente. Por tanto, resulta verdaderamente apremiante que la comunidad educativa toda se encuentre preparada para actuar como agente de cambio y transformación, con un programa basado en la comunicación, el diálogo y la prevención… tomando en cuenta además que existen instancias coadyuvantes en esta tarea.
En la medida en que el ser humano se pueda aceptar por lo que es, incluyendo las diferencias, utilizando la palabra como mediadora y anticipadora de los actos y encontrando en la solidaridad un camino, podrá comenzar a dar las primeras respuestas y poner un alto a la violencia.
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