
Fecha propuesta por empresarios al borde de la crisis comercial, sirve, sin embargo, para reflexionar. Ana Santamaría Galván, antropóloga.
Ya lo he mencionado en alguna otra ocasión: para muchas mujeres de mi generación, a nivel mundial, las últimas cuatro décadas han representado verdaderos retos en cuanto a etapas de profundos cambios para nuestra manera de concebir el mundo, la sociedad, las relaciones y todo el universo de acciones que se derivan de la vida misma, en una sociedad que permanentemente evoluciona.
Para muchas de nosotras es una pena que el 10 de mayo resulte un día de festejos y de consumo más, que transcurre sin más pena ni gloria que cualquier otro en esta nuestra sociedad capitalista (o neoliberal). Día de euforia que se desborda durante un día y se sumerge en una casi total indiferencia para las festejadas, por parte de una mayoría, durante los 364 días restantes… salvo, claro está, cuando con una mexicanísima “mentada de progenitora” sacuden nuestro interior y entonces sí, resurge todo el amor que guardamos hacia ese ser con el que nos vinculamos desde el principio de nuestra existencia y tan intensamente y que, sin embargo, no llegamos a conocer del todo en nuestra vida.
La madre ha sido definida solamente por su función reproductora: por dar a luz a los hijos y durante la crianza de éstos, ser la educadora, la socializadora, la principal responsable de transmitirles la cultura y los valores. Por lo general, es la madre quien enseña al hijo o a la hija los cómos y los cuándos del placer y del dolor, el miedo y la confianza, la tibieza del cuerpo y la separación. Son sus actitudes y gestos –sonrisa y ausencia primero, luego palabras– que aprendemos a relacionarnos con los demás. Poco importa si la madre quiere o no al hijo, igual deja marca en su afectividad: su poder resulta inmenso. Y un poder incomprensible, “sólo sentido”, origina mitos casi siempre.
A la mujer-madre se le confieren atributos sagrados: es símbolo de bondad infinita, dulzura, sacrificio y amor sin límites. Pero también sus opuestos: la madre es intuida como absorbente, devoradora, “rechazante” y destructora. Hombres y mujeres, ya desde pequeños, sufrimos una división interna respecto a nuestra madre, que luego transferimos al resto de las mujeres. De una parte, queremos recuperar la plenitud que conocimos con ella, pero al mismo tiempo tememos a su poder, que puede ser de absoluta codependencia (porque nadie podemos negar que en algunas etapas de nuestra vida nos llegamos a sentir atrapados en los influjos del amor materno) y ello nos llega a impedir crecer y madurar.
“Parte del problema de la maternidad es el mismo que vemos en toda relación. Cuando una persona no tiene resueltos sus problemas no se ha enfrentado a sus traumas; cuando la pareja está enferma es difícil enseñarles una actitud saludable a hijos e hijas. Los críos absorben todo y lo hacen de una manera imposible de evitar: lo sienten. O sea, desde el embarazo, el bebé siente todo lo que ocurre en la vida de quien lo lleva en el vientre. Siente si su padre quiere varón, si su madre tiene miedo de tenerlo; siente si es querido o no, siente si es conflicto su llegada. Puede sonar muy loco pero no lo es, y ya cuando nace el bebé, nace con los traumas familiares integrados, traumas que serán (en excepcionales casos no) reforzados por el cotidiano”, afirma Jessica Kreimerman Lew en su libro La vida en rosa, el príncipe azul.
Hijas e hijos (sin duda) tenemos –también en algunas etapas de nuestra vida al lado de la madre– miedo a la dependencia. Pero igual deseamos cuidados, entrega y cercanía de su parte. Por eso vivimos intentos alternados de aproximación y escape hacia la mujer. Y esto es mucho más frecuente de observar en las sociedades capitalistas, donde desde pequeños se nos educa con los mismos derechos y con las mismas aspiraciones y, sobre todo, con la misma necesidad de libertad.
“La maternidad puede ser tan fácil o tan difícil como lo sea la actitud de la mujer que la está experimentando. Pero eso sí: la maternidad aprieta todos los botones que llevan años dormidos en las personas. Hay mujeres que toda su vida desean ser madres, y cuando ocurre el feliz acontecimiento, rechazan a sus criaturas en tremendas crisis postparto, y mujeres que pueden parecer madres ideales y sin embargo resienten la libertad que perdieron con los hijos y se los dejan saber en maneras no muy agradables… que luego crean verdaderos traumas”, cita en el mismo libro Jessica Kreimerman.
Actualmente muchas mujeres que también somos madres estamos empezando a ver a través (o más allá) del espejo, para ser capaces de construir un nuevo sujeto social, desde nosotras mismas y no desde un abstracto social. Porque deseamos de todo corazón que las nuevas mujeres disfruten de una autonomía que les permita ser capaces de dar a luz, no solamente hijos e hijas, sino también decisiones, creaciones, ideas, pensamientos y sentimientos legitimados por su propia acción creadora. Estableciendo así un nuevo vínculo social en el que ellas sean un componente activo y no pasivo.
Recordando a las Madres de Plaza de Mayo, a las madres de los miles de desaparecidos en México, a las madres de los mineros, de los encarcelados, perseguidos y asesinados por defender tierras, recursos naturales e ideales; a las madres de quienes defienden el periodismo honesto, a Las Patronas, que ven como hijos e hijas a quienes migran, y a todas esas niñas que han encontrado la muerte aparejada a una maternidad temprana.

(Foto: Archivo)
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