
(Foto: Especial)
El sistema de salud de aquel país ha sido reconocido por la UNICEF como uno de los quince del mundo que favorecen el desarrollo del cerebro desde la edad temprana entre sus habitantes. La tasa de mortalidad infantil sigue en descenso y en 2017 alcanzaron la cifra histórica de cuatro muertos por cada mil nacidos, cifra inferior a la de Estados Unidos. La esperanza de vida al nacer, equivalente a 78.45 años, se ubica dentro de las 25 más altas del mundo.
En materia educativa, la misma UNICEF ha señalado que entre 2008 y 2012 la tasa de alfabetización entre adultos fue del 99.8 por ciento. En la isla, toda la población tiene acceso a estudios universitarios. En 2012 en Cuba había una población de once millones de habitantes, de los cuales 712 mil eran graduados universitarios, y de ellos, las mujeres constituyen la mayoría con un 52.05 por ciento.
Pero el mayor logro revolucionario no se mide en cifras, está dentro del corazón de cada niño y joven cubano que lloró en la Plaza de la Revolución con la muerte de Fidel, en cada brazo partido de los miles de trabajadores de toda la isla que están dispuestos a seguir defendiendo sus logros frente a un imperio que se relame los bigotes y que hoy tiene la rabia de Trump en sus fauces. El orgullo revolucionario recorre las calles de La Habana y en las plazas en plena reconstrucción física después de los huracanes del año pasado; está en el pecho del aquel guardia que conocí en las afueras de la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña y que orgulloso decía que “Fidel jamás aceptaría un homenaje, porque ese se lo hacía cada cubano en el corazón”.
Los vientos nuevos que soplan en la más grande de las islas del Caribe vuelven a inflamar la posibilidad de un futuro distinto, de que la dignidad siempre se impondrá a los granujas del poder que pretenden dictar su fin a la historia, como lo diría Mario Benedetti.
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