
Para iniciar la reflexión sobre el hecho histórico del 68, quiero recordar el pensamiento crítico de Lorenzo Meyer: “México construyó en el siglo XX el régimen autoritario más exitoso del mundo, que permitió casi 84 años ininterrumpidos de gobiernos de un solo partido y siembra dudas sobre si el país podrá consolidar una verdadera democracia”. Hasta la fecha es una democracia oligopólica a favor del capital y de la oligarquía financiera. Veremos si cambia a partir de que se instale en el poder Andrés Manuel López Obrador. Que los sueños de más de 30 millones de votantes se hagan realidad. Por eso, no hay que perder el pensamiento crítico y autocrítico, esté quien esté en el poder.
El Estado mexicano ha sufrido serias transformaciones a partir de 1982. Sus acciones, a través de sus instituciones (sociales, políticas, militares, policíacas), se han achicado, simplificado y sirven a la acumulación de capital a favor de la oligarquía financiera nacional y extranjera, realmente existente hasta el día de hoy. Además, ha venido pervirtiendo el monopolio legítimo de la violencia. Para muestra de lo que decimos está el 68, Ayotzinapa y otros. No es un Estado de derecho, no se somete a sus propias normas, sino que es un instrumento a las órdenes de los grupos financieros, es decir, del gran dinero. De ahí la corrupción e impunidad imperante todavía.
Para algunos investigadores de lo social-histórico, la intolerancia y el autoritarismo consecuente fueron reinventados con sutileza por Adolfo López Mateos, como instrumento de control político, como recurso de gobierno. Recordemos que llevaron a la cárcel a líderes sociales por delitos de disolución social, figura del Código Penal creada por Manuel Ávila Camacho. Como bien afirma Jorge Carrillo Olea: “Si Obregón mataba, decía que hay que salvar a la patria de sus salvadores. López Mateos casi a todos los encarcelaba (Valentín Campa, Demetrio Vallejo)”.
Recordemos que en esa época fueron los asesinatos de Rubén Jaramillo y su esposa embarazada, mayo de 1962.
Se enseñoreaban entre los estudiantes, el pensamiento crítico, la acción política, fuerzas progresistas, democráticas y rupturistas del pueblo, el 2 de octubre de 1968 (no se olvida). Lo anterior provocó una pugna entre un pasado de injusticias, de autoritarismo, de pensamiento único, de presidencialismo absoluto, partido único y un futuro de esperanza, de utopía, de emancipación humana.
El movimiento estudiantil reclamaba:
1. Libertad a los presos políticos. Destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mediolea (de la policía), así como también del coronel Armando Frías (jefe del cuerpo de granaderos).
2. Extinción del cuerpo de granaderos, instrumento directo de la represión y no creación de cuerpos semejantes.
3. Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal (delito de disolución social), instrumentos jurídicos de la agresión.
4. Indemnización de las familias de los muertos y a los heridos, víctimas de la agresión del 26 de julio en adelante.
5. Deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de la policía, granaderos y ejército.
Pensar de manera crítica, sobre el hecho histórico del 68 en México, lo podemos hacer desde la perspectiva de la función, de la utilidad o de la legitimidad en términos de validez teórica del saber histórico.
A partir de las premisas anteriores vemos que los grupos o clases en el poder utilizan, de manera pragmática, su propio discurso histórico para justificar (“verdad histórica”), no para dilucidar, la acción absoluta del poder en los sucesos del 68 o de Ayotzinapa. Lo anterior revela la inscripción de ese saber histórico como fundamento de la práctica de la clase hegemónica para mantener la estabilidad y continuidad del sistema político y su modelo económico neoliberal.
Varios intelectuales orgánicos ubicados en el funcionalismo del saber histórico, los sucesos del 68 son accidentes naturales o riesgos de la democracia. Este saber acaba por tener validez según su conformidad con alguna finalidad circunstancial, ocultando con todo ello, la inviabilidad de un modelo de desarrollo social que el pueblo ya no podía ni puede hoy seguir aceptando y defendiendo. El primero de julio se comprobó lo que decimos.
La memoria histórica de los sucesos del 68 y los 43 estudiantes desaparecidos de la normal de Ayotzinapa no solamente deben analizarse desde la trinchera de saberes históricos de anticuarios o de historias monumentales, sino que estamos obligados a repensarlos, a fin de orientarnos y explicarnos la realidad de nuestros días y los hechos del presente, además descubrir, a través de las rupturas históricas, los niveles de desarrollo democrático y social alcanzados o también los estancamientos y olvidos.
La bandera de lucha antiautoritaria y de libertad del 68 tiene vigencia todavía en nuestro tiempo, porque al poder que se enfrentaron no tiene capacidad para incorporar, de manera crítica, esos acontecimientos y, en consecuencia, para asumir comportamientos democráticos ante la sociedad civil, sino que cada día sus estructuras de dominación financieras, ideológicas y militares se hacen más fuertes e irracionales. De ahí la necesidad de no dejar que se pierda nuestra memoria histórica, de explicarnos lo que acontece en el México de hoy. Por eso, recurrimos al estudio de los hechos que han afectado la colectividad y develar las estructuras de un mundo social injusto y autoritario, existente hasta el día de hoy.
El movimiento del 68 se ubica en ese horizonte. Este no debe ser un hecho histórico convertido en objeto para la retórica culpable del poder establecido, sino un acontecimiento que va más allá del inmediatismo y permite penetrar en el conocimiento de la realidad para adecuar de mejor manera nuestras prácticas políticas y legitimar los proyectos colectivos y sociales.
La batalla histórica del 68, no sólo fue en grito de la persona agobiada por el poder, sino que adquiere la categoría de hecho histórico, dado que rebasa las individualidades y las personas. Se inscribió en un proceso abarcador de necesidades sociales, de reclamos populares y orientados por las clases subalternas que exigían la entrada a la modernidad de la racionalidad democrática y de la libertad, sentidos contrapuestos a la práctica del poder absoluto, unipersonal y de la modernidad colonizadora de occidente y la de Estados Unidos. Pensemos desde nuestros pueblos originarios.
El movimiento del 68, con su rebeldía, con su accionar político y con su romanticismo, puso en entredicho al mito del presidencialismo y al injusto modelo capitalista, justificado por la ideología de la Revolución mexicana, la cual ya había sido traicionada. Como bien lo afirma Julio Scherer García: “nuestros presidentes no son líderes políticos, son jefes burocráticos. Su primera obligación es para los grupos que los llevaron y los mantienen en la cúspide”.
La irracional respuesta que dio el poder priista y la oligarquía financiera, al movimiento estudiantil, reveló que el objetivo del poder es el poder mismo, nunca el ejercicio del derecho, la justicia o la razón. Asimismo, dicha gesta juvenil recuperó, para la sociedad mexicana y la lucha de clases, la duda en las instituciones políticas vigentes y los grupos que las administran. Otro mundo es posible y necesario.

(Foto: Cuartoscuro)
Mañana se cumplen 50 años de la masacre de estudiantes y gente del pueblo en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Este crimen fue orquestado desde la maquinaria de poder del Estado mexicano, autoritario y represor hasta el día de hoy. Espero que ya no lo sea a partir del primero de diciembre del presente. En ese momento de nuestra historia el presidente era Gustavo Díaz Ordaz (cruel, colérico y paranoico) y como secretario de gobernación estaba Luis Echeverría Álvarez (delirio de grandeza). Ambos recibían dinero de la CIA, además de información sobre disidentes al régimen político.
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