
No hay mejor engaño que el que se sustenta en el convencimiento propio. Hasta las tiranías tienen su legitimidad, la que les otorgan los gobernados porque creen que es la mejor forma de gobierno, incluso pueden morir por ella creyendo que es su deber político hacerlo porque los tiranos han sido sagaces para hacerles creer como buenos sus actos de gobierno, aunque estén teñidos de sangre.

(Foto: Cuartoscuro)
El arma que tenemos los ciudadanos, como derecho instituido, en las sociedades modernas es la participación política. La política es el medio más poderoso para incidir en la modificación de las relaciones de poder. Pero para hacerlo los ciudadanos necesitamos tener conciencia de ello, y sobre todo conciencia colectiva para construir oposiciones y formas alternativas de gobierno.
No obstante el valor que posee la participación política y que aparece establecida como derecho esencial en las cartas constitucionales, los ciudadanos han aceptado construirse la creencia de que hacer política es o deshonroso o una pérdida de tiempo. En México hemos llegado a estas creencias no de manera casual. Inhibir la participación ciudadana resulta ventajoso para la partidocracia, las élites gobernantes y los poderes fácticos. A menos participación de los ciudadanos mayor espacio para las componendas entre las élites del poder económico y político.
Dejar de hacer política es también una forma de hacer política, significa convalidar las prácticas establecidas: la corrupción gubernamental, la falta de resultados, la imposición, el desdén a la sociedad, la negativa al consenso de las políticas públicas, la impunidad, el autoritarismo, los privilegios. No se castiga a los malos políticos dejando de hacer política, se hace justamente lo contrario, se les premia, se les estimula para que sigan con sus trapacerías. Quienes dejan de hacer política tienen una enorme responsabilidad por los caminos torcidos de una nación.
La sofisticación de los medios y de los mensajes de la actualidad están siendo bien aprovechados por las élites del poder para desesperanzar a los ciudadanos en torno a la política. Así se ve en la televisión, la radio y en las redes sociales cómo se construye con ahínco la creencia de que la política está podrida y que no vale la pena ejercerla, más que a riesgo de perderte en su infierno. Y asistimos a la construcción de la conciencia de la ingenuidad: muera la política, mueran los políticos, mueran los partidos, es el juicio generalizado.
En tanto, quienes han monopolizado la política y el ejercicio del poder aplauden y se sienten halagados porque están asegurando que con la abstención política ciudadana podrán seguir administrando entre élites el acceso al poder. La abstención política es música para los oídos de la partidocracia, no cambia nada, más bien es un pilar para el continuismo.
La participación política es un amplio concepto que no sólo incluye la participación electoral. De por sí la participación electoral en México es la más baja en América Latina, del 62.08 por ciento (INE, 2012), a la cual hemos llegado gracias al esfuerzo nada edificante de nuestra clase política que lo que busca es precisamente inhibir la participación para operar escenarios de componenda con los pequeños segmentos duros de sus electorados. Pero la participación ordinaria en los asuntos públicos, más allá de lo electoral, es con toda seguridad mucho más baja y se nota en los estilos cuasi monárquicos de los gobernantes que reflejan la ausencia ciudadana.
Si queremos que este país cambie, como estoy seguro que todos lo anhelamos, necesitamos hacer política. Debemos disputarle a los poderes fácticos y a las élites de la partidocracia, el monopolio del quehacer político. El problema es la mala política, de malos políticos, el camino es hacer otra política, que cuestione y derrote los valores que nos disgustan. Debemos romper la trampa. La única manera de precipitar el cambio es a través de la política. No hay milagros. El asunto es práctico, es de toma de conciencia y de actuación.
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