Me he encerrado estos días sistematizando los contenidos de las conferencias, ponencias, relatorías y Carta Morelia que arrojó el Foro: “El papel de la política en la transformación de México”. Solo reitero que el producto será entregado a los tres órdenes de gobierno para poder iniciar la planeación del próximo evento, que a propuesta del maestro Gabriel Hernández Soria, versará sobre el tema: “La identidad nacional”, y cuya estructura académica será a cargo del maestro Jorge Vázquez Piñón. De esa manera, la red de liberales por la transformación de México, continuará su tarea de ser un factor de análisis, discusión y propuesta sobre los grandes problemas de las agendas nacional y estatal. Entonces, no quiero saber nada en este momento del acontecer político y menos de la terrible situación de inseguridad que se vive en la Ínsula Barataria que “gobierna” el pequeño príncipillo Silvano; o, la pretendida intención de la CNTE de seguir mangoneando la distribución de plazas en el sector educativo y minimizar el avance que representa la reforma educativa del actual gobierno federal. Vayamos a otra cosa.
La bohemia
Es un estado de arte, un estado de sublimidad. Contrario a la común interpretación de la gente, no en todas las reuniones “bohemias” se llega al momento de la bohemia; ésta es como el clímax que sólo se alcanza con la mágica coincidencia de los sentidos de los participantes, de aspiraciones, de deseos. La bohemia es, como en el sexo, el orgasmo. Cierto, sin la posesión de los cuerpos, pero sí del alma, y regularmente la o el depositario del pensamiento es una persona ausente. El dolor de la ausencia es figura condicional de la bohemia.
Durante mi infancia y buena parte de mi primera juventud viví reprimido para disfrutar el sublime mundo de la bohemia. Mi padre fue un religioso vehemente, con prácticas dogmáticas extremas en cuyo hogar era vedado escuchar la radio, ver la televisión, asistir al cine y cantar canciones del mundo “profano”. Mas ya lo he dicho en otras ocasiones, ese fue mi padre religioso. Pero mi padre, el hombre, era un ser verdaderamente humano, verdaderamente sensible; sensible a todo, a las desigualdades, a la pobreza, a la injusticia, pero sobre todo, en extremo sensible al arte, a los sentimientos, a las actitudes y a las conductas que aquellas generan; era, pues, un hombre que disfrutaba plenamente de la música, de la pintura, de la arquitectura, la literatura, la poesía, la oratoria, etc., de manera que en su azarosa vida fue pintor, músico, poeta, orador, escritor, arquitecto, cantante y mil linduras más.

(Foto: Especial)
Es el caso que, aún en el goce “reprimido” de lo profano, mis hermanos y yo desarrollamos un inusitado sentido del arte y, en consecuencia, de la bohemia.
No estoy de acuerdo y rechazo tajantemente, por estúpida, a aquella interpretación pueril y mal intencionada de relacionar a la bohemia con el vicio. Estúpida, porque es boba e idiota; pueril, porque es propia de infantilismos irreflexivos; y mal intencionada, porque con ella quien la vierte trata de ocultar la verdadera perversidad que trae consigo endosándosela a otro. Tampoco estoy de acuerdo con la interpretación chauvinista de Murger y con quienes como él así piensan, en el sentido de que la bohemia “no es posible sino en Paris”, como queriendo limitarla a un sitio determinado. Falso. Así como este movimiento cultural se extendió ampliamente en grandes ciudades como Madrid, Londres, Buenos Aires, La Habana y México, así también en otras poblaciones la bohemia acude a rincones donde coinciden por igual espíritus y almas, de lacayos y amos, de genios y de artistas. Afirmo que la bohemia está, en todo caso, junto a las virtudes, junto al pensamiento, junto a la abstracción y junto al arte; y el arte, en este mundo y en el confín del mismo, es el punto del equilibrio universal. Todo el conocimiento en su máxima expresión, es arte.
Entendí entonces que mi padre no me privó del arte y la virtud, sino de las nimiedades de la vida y el vicio. Hoy gozo de una buena bohemia frente a una copa de generoso vino tinto, junto a mis amigos, junto a quienes sienten lo mismo que yo, junto a quienes desarrollan el exquisito sentido del arte y el alto valor de la lealtad y de lo humano. Puedo decir, en el último tramo del camino, que yo pude desconfiar de cualquiera, menos de un bohemio.
Esta reflexión va dedicada a cinco grandes bohemios que han acompañado mi vida: Carlos Monsiváis, con quien platiqué de estas cosas en su casa de Portales cuando preparábamos algunos foros sobre el estado laico mexicano; a los maestros René Patiño y Fernando Bolaños, cantautores bohemios morelianos de excelsa prosapia; a Carmelita Cortés, docta mujer de la bohemia y el romanticismo; y al más grande bohemio de todos: a mi finado hermano Moisés. A ellos el aprecio más allá de la vida, con que concluye el verdadero sentido de la bohemia.
Y para concluir esta entrega de sentimientos estrictamente personales, luego que el pasado día 30 de mayo he llegado a mis primeros sesenta y cinco años de edad, les comparto lo siguiente:
Mes de mayo
/“Hay un mes que yo amo/ /con amor de niño,/ /es el mes de mayo/ /en que yo he nacido”/
La noche es fresca. La temporada de lluvias ha iniciado. Después de un caluroso día no hay nada más refrescante que la lluvia.
Café en la mesa. Mi guarida es la más hermosa del Jardín de La Rosas. Un enorme y fuerte paraguas me protege de una frenética lluvia.
La gente camina apresuradamente refugiada junto a las centenarias paredes del entorno. Los jóvenes ríen y se besan, sentados sobre las piedras de la magnífica fuente del jardín.
Pequeñas corrientes de agua se deslizan sobre el empedrado de la calle.
Las palomas buscan refugio en las cornisas del primer Conservatorio de América. ¿Por qué se protegen de la lluvia cuando hace un instante se bañaban en la fuente?
Escribo. Mejor dicho, escribía. Disfruto ver las imágenes de personas, animales, árboles y nubes. Colores que se transforman con la lluvia. Olor inigualable a tierra mojada.
Los niños corren, saltan, trepan, reptan y se mojan. Los padres enojados les gritan, pero guardan en su interior la certeza de gozar sus travesuras. El perro va tras ellos, jadeando y con la cola a vuelo, choca con sus manitas las piernas de los chicos haciéndoles perder el equilibrio. Unos caen y reprochan al bandido; éste, con su hocico, les jala del pantalón para que se levanten.
La niña de las empanadas se acurruca al costado del pedestal de la estatua de Cervantes que parece la mirara compasivo. Despliega un plástico que hace las veces de suelo y techumbre. Nadie mejor guarecido que ella.
Estas son imágenes de una tarde lluviosa bohemia en Morelia. Musito el querido estribillo de mi infancia:
/“Mayo de ensueños mil, tus arreboles/ /hacen fulgir de luz tus bellas flores; / /de fragancia sin fin es tu floresta, / /maravilloso mayo, mes de fiesta”/
Es cuánto.
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