Cada día es más frecuente que el presidente Andrés Manuel López Obrador (en sus decires y decisiones) parta de un error, transite por equívocos, y concluya en desliz.

        AMLO agrava todo al ejercer como poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial, en los voluntariosos momentos que siente la necesidad de manifestar el absolutismo a su manera tabasqueña.

        Idealmente, en su esquema mental, sólo el “pueblo” está por encima de él; pero, en la realidad, AMLO actúa con la certeza de que él personifica al “pueblo”, sin entender que el pueblo es una ficción, pues sólo existimos, como mexicanos, 130 millones de seres humanos que sufrimos sus prepotentes y errados actos de autoridad.

        El fondo de todo poder político lo estudió con riguroso procedimiento científico el irlandés James George Frazer (1854-1941), quien investigó ese voluble y profundo vínculo entre el pueblo, su gobernante y dios, con raíces mágicas, religiosas y políticas.  

En sociedades antiguas visualizó y documentó la estructura del poder, y uno de los denominadores comunes encontrados fue: el rey que no sirve debe ser eliminado.

        Esa síntesis, en sus variables concretas, forma un llamativo abanico de casos, en donde la población desintegra a sus gobernantes.

        Hoy y aquí, es decir, en el México del 2020 las soluciones a tales dilemas están reguladas constitucionalmente; empero, pervive el tabú o temor de utilizarlas, aun cuando el presidente esté agotado, confundido, o sea un inútil.

        El mismo Andrés Manuel fue quien afirmó que para ejercer cualquier cargo público en su administración se requería el 99% de honradez y el 1% de capacidad; a no dudarlo, ahí quiso describirse a sí mismo, atinando en lo de su escasa lucidez, y cometiendo desatino en lo de su honestidad, virtud que parece serle ajena.

        Beatriz Pagés lo describe con todo cuidado: “Es hora de buscar a un presidente”, pues el que está “ya no puede; su capacidad política, intelectual y emocional, llegó a una situación límite… perdió totalmente la perspectiva de la realidad y no tiene respuestas para evitar el derrumbe”.

        Vaya encrucijada para los mexicanos. AMLO, quien fanfarroneaba que, con su simple llegada a la presidencia, iban a resolverse los problemas de corrupción, inseguridad, económicos, laborales, de salud, políticos, educativos y “todos los males neoliberales”, no ha resuelto ninguno de ellos; los ha agravado todos.

Y, en cambio, exhibe su peligrosa incapacidad, su soberbia totalitaria, su proclividad a la mentira y su servilismo al presidente Trump.

Mal para México que siga gobernando así, y mal para los mexicanos si le buscamos sucesor al filo de tan agudos conflictos.

Para colmo, la confluencia de esos males se enreda más, ya que el presidente López Obrador está tercamente seguro de que los mexicanos estamos felices, felices, pero muy felices, con él y su monocorde, grotesco y repetitivo discurso, y con sus caprichosos proyectos.

Y a su derredor, para rematarnos, su rama dorada sólo sabe alabar a la divina persona de Andrés Manuel, sin mirar esos lacayos (ni su amo) que estamos por entrar a un caos de dimensiones enormes.

Si nos unimos los mexicanos, reduciríamos los efectos de esa amenaza, con una acertada orientación económica y de salud; pero para unirnos no contamos con el presidente AMLO, ya que él es el gran generador de la desunión nacional.