Una vida a color

Toda la vida he amado el color; es una fascinación que me hace ensimismarme desde pequeña.

De mi infancia recuerdo mis crayolas, mis colores Prismacolor, los cómics que solía comprarme mi papá, o los “monitos” que venían en una sección dominical en el periódico Excélsior y que me obsequiaba mi abuelito Álvaro. De hecho no comprendía porqué las historietas de Capulina y Memin Pinguin venían en tonos sepia o blanco y negro: me parecían aburridos.

Después cuando tenía unos ocho años ocurrió la magia que me marcó para siempre. Mi mamá viendo mi facilidad para el dibujo decidió que tomara clases de pintura con el célebre maestro moreliano Jaime Rábago Vallín. Durante años solíamos estar con él los miércoles por la tarde trabajando en el comedor de la casa junto con mi hermano. Recuerdo cuando la primera vez tomó las acuarelas y en una cartulina me enseñó cómo mezclar el azul y el amarillo para que surgiera el verde, o el rojo y el amarillo para que se convirtieran en naranja. ¡Fue fascinante ese descubrimiento! Se abrió un mundo nuevo para mí y estaba segura de que ya no necesitaría más los Prismacolor que eran un clásico entre las niñas del colegio en aquella época.

El color me siguió atrayendo y capturando de por vida. De hecho sin querer cada vez que he visitado un museo o una galería de arte las obras más coloridas son las que me atraen enseguida. Recuerdo la fascinación que me provocó durante mi primer viaje a París con algunas amigas encontrarme cara a cara con los cuadros sobre todo de los maestros impresionistas Renoir, Gauguin, Monet, Manet, Degas, Toulouse-Lautrec, Klimt… También me parece maravillosa la transición del obscurantismo en el arte, a cuando el color y la luz se comenzaron a colar entre los cuadros irrumpiendo después con una gran oleada que lo inundó todo como lo sucedió a partir de las obras renacentistas.

Yo también tuve mi etapa obscura con la vestimenta: de joven entre la época de entre los 20’s y los 30’s años de edad tenía yo fijación con usar sólo el negro; me parecía clásico y elegante y era un pleito con mi madre cada que me veía. En cambio a ella la recuerdo también de joven envuelta en una explosión de color: tenía un traje Vito’s con blusón amarillo canario floreado, en conjunto con una falda y un saco blanco; le gustaba el color ladrillo, el chedrón y el amarillo. También recuerdo un sweater verde botella que olía a ella y en el que me gustaba respirar su perfume cuando estaba fuera de casa.

Hasta ahora en mis cuarenta y pico años ha sido cuando me reconcilié con el color en mi guardarropa. He descubierto los tonos que me favorecen: los colores vivos, especialmente el rojo, el azul eléctrico, el verde, el amarillo canario; en cambio los tonos gris y negro como que me apagan el rostro. También tengo mis obsesiones con el color: mi billetera tiene que ser roja, mi agenda anual roja también, y me gusta acomodar mi clóset por color, como si fuese el orden con el que vienen los estuches nuevos de lápices de colores o las acuarelas.

De pequeña recuerdo que la nana de mi hermano, la señora Josefina (que en paz descanse y en la gloria esté) me decía que tenía que aprender a combinar los colores de la ropa. ¡Y yo no tenía idea de lo que hablaba! A mí me daba lo mismo siempre y cuando incluyera mi ropa favorita: una sudadera amarillo canario con la caricatura de Ziggy al frente, mis lentes azules de plástico que me hacían sentir chic, mis zapatos rojos de charol, y mi bolsa verde fluorescente que compré en la tienda Woolworth con mis domingos porque estaba de moda.

En lo que respecta al diseño de espacios, mi papá y yo por ejemplo tenemos gustos diferentes. De hecho su casa es un museo y tiene cuadros por doquier. Yo en cambio soy más Zen, pero me gustan los acentos de color. Recuerdo por ejemplo con cariño mi depa que rentaba en la CDMX hace pocos años donde tenía mi estudio: mi compu era roja (de hecho todas mis laptops han sido rojas), había una mesa de madera color claro, las paredes totalmente blancas, y mi agenda roja, y un arreglo floral de tela color rojo, con un detalle de una foto en un marco rojo también. Y con esos acentos era cada espacio de ese lugar que tan lindos recuerdos me trae ahora.

Creo que la vida sería aburrida y deprimente sin el color. De hecho me parece fascinante cuando leí que los guaraníes en la Selva del Amazonas saben distinguir entre una cantidad inimaginable de tonalidades del verde y tienen para cada uno de ellos un nombre específico. En mi caso gracias al maestro Rábago sé distinguir entre un rojo carmesí o un bermellón, un azul cerúleo o un azul de Prusia, un amarillo canario o un mostaza.

Ahora mi madre que ya es una persona mayor cada que tiene algún compromiso me pregunta si la combinación de ropa que hizo es correcta. Creo que con el paso de los años algo aprendí siguiendo el consejo de la nana.

También pienso que la capacidad de observar el color es un reflejo del mundo interior: si te sientes bien los colores alrededor se vuelven más vivos y nítidos; en cambio en los días grises la vida se vuelve así… gris e insulsa.

Los colores están presentes en todas partes y hacen explosión por doquier: en un mercado o en un súper, en una caminata en el bosque, en el cielo, en la cantera de nuestra bella Morelia, en las aves que surcan el espacio, en las flores, en una librería, y no se diga en las artesanías mexicanas, o en un mural como los de Diego Rivera (que por cierto me recuerda mi fascinación por los vívidos cuadros de Frida Kahlo). Bueno, ¡hasta en el Instagram! Ahí pareciera que una inmensa mayoría nos esmeramos en subir fotos coloridas y con buen ángulo.

La vida nos puso el color en el camino por algo; quizás para alegrarnos la vida en medio de tantas nubes grises que se desatan todo el tiempo a nuestro alrededor.

Tal vez un buen ejercicio de escapismo sería simplemente detenernos a observar y descubrir como el color se cuela entre nosotros…