La digitalización de la educación y la pandemia del coronavirus. Un posicionamiento crítico. (Primera parte)

El sistema educativo contemporáneo encontró en el mundo digital una alternativa viable para continuar su labor más allá de la pandemia que ahora nos azota. Lo anterior deja ver que la educación es algo que no se puede detener; no debe parar, debemos continuar a toda costa y capacitarnos y acceder lo antes posible al entorno de la digitalización en todos sus niveles. El homo digitalis aparece con toda su fuerza en nuestro classroom virtual mientras el teacher un tanto melancólico se pregunta qué debe hacer.

Desde hace algunos años hemos entrado en la era digital; el ciberespacio y lo virtual se nos presentan como el nuevo modo de relación social que no viene sin consecuencias subjetivas respecto al modo de ser y de estar en el mundo y con el otro, ese semejante al que odio y amo al mismo tiempo.

Sin embargo, la crisis suscitada por la pandemia del coronavirus se ha convertido en una especie de tobogán gigante que nos obliga a deslizarnos en caída libre y sin freno hacia el agua artificial de la virtualidad digitalizada; ante ello, al menos deberíamos abrir un espacio crítico para preguntarnos por lo que hacemos, por lo que somos y por lo que seremos en el ámbito educativo delante de esta otra forma de lo real de nuestro tiempo.

 La idea de linealidad, avance, logro, conquista, ganancia, superación o titulación impregna desde siempre nuestro modelo educativo. La vida (académica) se nos presenta como si fuera una enorme línea recta con un destino prefigurado.

Desde el inicio hasta el final, en apariencia ya sabemos de qué se trata. Se trata de avanzar desde primero hasta sexto para llegar al siguiente nivel y volver al inicio; superar las pruebas que nos llevarán a un nuevo comienzo ahora en el siguiente escalón. Para los afortunados que pueden costearlo (muy pocos), la vida académica es como una escalera interminable donde el final es tan sólo el comienzo de algo superior, introduciendo a los sujetos en un ciclo interminable y repetitivo.

Al final aprendemos a competir y avanzar pero rara vez a detenernos y preguntar. Eso es perder el tiempo. Y la posibilidad de pérdida esta forcluida de nuestro sistema de winners. Siguiendo lo anterior, encontramos como trasfondo de nuestro modelo educativo que ahora debe digitalizarse, un simple reflejo de la ambición desbordada de nuestro tiempo que no se puede detener: siempre más, siempre hacia adelante, siempre un poquito más: no importa que ya tengas suficiente, siempre se puede más.

 La frase cotidiana que dice de un modo seductor: no debemos ser conformistas oculta algo terrible de nuestra cultura: la satisfacción no existe. El homo digitalis no tiene entre sus esquemas mentales la posibilidad de satisfacerse con algo, por eso busca desesperado cómo continuar, pues no sabe qué es detenerse. El ciberespacio es infinito. No hay tiempo ni espacio que delimiten sus posibilidades. En otras palabras: todo es posible.

En la era digital, lo real ya no es lo imposible sino la exclusión de la satisfacción en la mentalidad competitiva del homo psicologicus, primo hermano del homo digitalis. La pandemia ha puesto de manifiesto lo difícil que es detenernos para preguntarnos por la razón o el porqué de esta frenética búsqueda del más, que termina consumiendo nuestra vida: cuando algo no tiene fin tampoco tiene sentido que valga, tan sólo se trata de una repetición del mismo esquema ya conocido. Repetición incesante de la mismidad que asfixia.

Quizás por eso nuestro modelo educativo se tornó tan gris, aburrido y opaco: ya sabemos desde antes a dónde nos debe conducir. El camino está ya recorrido sin siquiera haberlo comenzado. El deber es parte central de nuestra educación: debemos continuar consumiendo nuestra vida para llegar al siguiente nivel y después al otro hasta morir: somos muertos-vivientes altamente informados que dejan su vida en la fatal carrera hacia el progreso que nos obliga a pensar en términos lineales y acumulativos.

Desde aquí daría la impresión de que la vida ya está vivida sin haberlo sido realmente. Ya sé lo que soy y lo que debo ser y aprender; excluyendo la sorpresa y los acontecimientos inesperados. Debo ser un robot programado para ganar, avanzar, vencer, saber. Debo llegar más allá. No hay pregunta por la vida y el deseo pues las computadoras, los robots y los muertos vivientes no están ahí para sentir ni preguntarse por lo que hacen, sino para ejecutar las órdenes prefiguradas.

La comparación tan usual entre un cerebro y una computadora nos revela el trágico trasfondo de la realidad virtual en la que algo está elidido desde el origen: el sujeto intempestivo de la sorpresa y el deseo cuya historia no es lo que debería ser, sino lo que es en la cotidianidad de nuestras vidas: contradicción permanente con el mundo y sus esquemas lineales prefigurados.

En otras palabras: perpetuo no saber y dudar y fallar y soñar y volverse a equivocar con la misma piedra que siempre nos hace tropezar. Por eso los robots no se enamoran, ni viven, ni son. Sujeto que no deja de aparecer de modo incómodo y revelador en el gran banquete de la digitalización educativa.