La digitalización de la educación y la pandemia del coronavirus. Un posicionamiento crítico. (Parte dos)

Al origen sólo nos aproximamos a través de la ficción. Es imposible decirlo todo acerca del origen. Tan sólo nos aproximamos, pues hay un imposible que no se resuelve con el pensamiento lógico-racional. El pensamiento es impotente. La construcción discursiva de la historia nos permite tejer relatos simbólicos que se colocan sobre el agujero de su presencia real. Sin relato sobre el origen, la repetición abominable de lo real nos devora incesante y todo se vuelve otra vez caótico y contradictorio; como cuando nacimos envueltos en llanto y en sangre y llegamos a este mundo sin quererlo, ni pedirlo, ni saberlo, ni desearlo.

            El lenguaje también sirve para estar en el lugar de la cosa y alejarla de nosotros. La cosa es el mundo sin palabras; muda, tenebrosa. La cosa está adentro, tan adentro que termina por estar afuera: en el mundo y sus trágicas costumbres. No debemos buscar un origen lejano o incierto: es la historia que nos constituye y que nos acompaña cada paso que damos. Podemos mitificar el origen pero jamás escapar de él a menos que nos decidamos por lo imposible: la transformación material del mundo más allá de cualquier forma de interpretación o de sentido. El origen no es algo que sucedió, sino algo que acontece a cada momento. Eso abre esperanzas para nosotros los educadores.

            Intentemos detenernos un momento cualquiera frente a lo que nos rodea en esta espesura imaginaria de la vida urbana: veamos el cemento de la calle con sus trazos irregulares que parece interminable: el pavimento sucio y agrietado sobre el que los coches transitan a toda velocidad exhalando una nube negra que ya no deja ver las estrellas ni sentir su efecto melancólico. También podemos percibir el olor a fábrica y aceite que desprenden los motores. Acaso podamos mirar el rostro crispado de algún automovilista molesto por el tráfico o por su insípida vida laboral, marital; qué más da.

Todo eso es el mundo y nada más: las casas, sus formas y colores, los anuncios; los grafitis, las puertas desgastadas, muros y ventanas que permiten imaginar una vida en su interior. La basura que vuela con el viento o se queda estática en una esquina; el sentido del mundo creado por el goce del capital consumiendo nuestro entorno. Lo real es el sentido del mundo que no tiene sentido más allá de lo que nosotros mismos le asignamos con nuestra estúpida forma de ganar y acumular.

            No hay nada más allá del mundo. El mundo es tan sólo esto que construimos día a día con la progresión paulatina de nuestros actos. El mundo está hecho como nosotros lo hacemos. Nuestros actos son nuestro mundo porque nuestro mundo está hecho de nuestros actos. El problema es que no sabemos lo que hacemos, ni lo que decimos, ni lo que vemos del mundo y de nosotros. La operación conducta y la percepción son inconscientes; nadie sabe lo que hace, ni lo que dice, ni lo que es por fuera de los delirios narcisitas que nos contamos para no enloquecer, pero, ¿hay un modo de apropiarse de ellas y volverlas parte verdadera de lo que somos?

            El mundo está enfermo de egoísmo y de soberbia porque nosotros también lo estamos; él y nosotros somos uno mismo, no hay distancia ni separación. El origen de la pandemia del coronavirus es el mundo que nos rodea y que se expresa de mil maneras a través de todas sus contradicciones. La pandemia del coronavirus es un síntoma de la cultura digitalizada que sostenemos todos los días de nuestra existencia a través del uso masivo de la realidad virtual: facebook, whatsapp… todo eso, en donde se tienen amigos que no se conocen y se publican estados e historias como si fueran libros insustanciales que se pierden en el vacío infinito de la red.

            A través de esta (pinche) pandemia se expresa lo no dicho de nuestro tiempo. Ella nos obliga a detener nuestro ritmo vertiginoso e incesante de hiperconsumo e hiperactividad del goce del capital. Es como si el coronavirus dijera: te gusta lo digital, bien, pues atáscate de eso pero olvídate del otro como lo conocías: tu semejante al que primero odias y luego amas.

            Preguntarse por el origen nos coloca en el sendero de la historia. Y ya ahí podemos ver que basta un acontecimiento desgarrador para subvertir el funcionamiento habitual del mundo. Esto deja abierta la posibilidad de transformar un día más de cotidianidad en una esperanza productora de acontecimientos que hagan otro mundo a través de nuestros actos.

            De un modo sutil podemos ver que el coronavirus ha puesto de manifiesto lo absurdo e inservible que era ya nuestro modelo educativo pues tan sólo sirvió para construir un mundo absorbido y devorado por la ansiedad consumista y narcisista; el mismo mundo que la pandemia vino a fragmentar y detener. En cierto sentido, la pandemia podría servir para otra cosa que para desear volver a la normalidad patológica que la produjo. Si deseamos volver a donde mismo entonces no hemos aprendido nada de nada de nosotros mismos ni de la verdad que se expresa a través de nuestros síntomas.

¿Y la digitalización de la educación?

(Ah… sí… perdón, se me olvidaba).