Freud con Juan Rulfo: el padre nuestro de cada día

En un mundo que confunde la grandeza con lo grandote, el precio con el valor, la rapidez con la temporalidad, la información con la formación, parecería que nos queda poco espacio para el padre: ¿Qué es ser padre en nuestro tiempo donde todo corre tan deprisa y hay tantas cuentas que pagar? ¿Cómo transmitir un legado simbólico cuando todo lo que nos rodea es consumo y destrucción? ¿Dónde queda el padre en la cultura patriarcal imperante en este capitalismo avanzado del que es difícil encontrar un exterior, un más allá que nos devuelva la esperanza?

De forma un tanto paradójica, podemos decir que el padre es el gran ausente en el patriarcado-heteronormativo que caracteriza esta época sintomática de pandemia y de autismo colectivo. Apareció junto con la pandemia una nueva forma de autismo y de segregación que también ha empapado nuestro sistema educativo: es el autismo digital que nos encierra en el basto mundo de la cibernética. Estamos encerrados en lo infinito de la red. Flotando en el espacio virtual de la nada. Nuestros cuerpos desaparecen y quedan sólo nuestros ojos incapaces de mirar la verdad crítica de nuestra circunstancia. 

Así como nosotros ahora, Juan Rulfo, aquel magistral escritor mexicano del siglo pasado, sintió la necesidad de preguntarse por el padre. Algo de su legado nos recuerda aquella figura mítica que también está presente en Freud bajo la forma del parricidio como fundamento de la cultura y sus instituciones centrales: la familia monógama cristiana no es la única ni la primer forma de vida social sino el resultado de un largo proceso histórico que de algún modo se revive en cada ser humano que nace y que crece. Antes bien, en la época primordial, la herencia era por línea materna y el matrimonio grupal. Existe un antes del patriarcado que evolucionó a partir de la propiedad privada.

Diversos relatos de la obra de Rulfo entretejen la figura del padre como origen distante, autoridad inaccesible que pertenece a otro mundo más bien cercano a la muerte, como en Pedro Páramo, pero también y al mismo tiempo como expresión contradictoria de amor y odio, continuidad y ruptura con respecto a la tradición que nos constituye. En el cuento titulado: “no oyes ladrar los perros”, un padre lleva a su hijo medio muerto sobre sus hombros para que algún médico le cure. Deben caminar largas horas en medio de la noche. El hijo es asesino y asaltante de caminos. Entonces el padre le habla a su hijo asesino, quién está a punto de morir y le recuerda su historia, su nacimiento, su infancia.

Aquel relato me hace preguntarme por la paternidad como transmisión simbólica de una generación a la otra: ¿qué va de mí en los actos de mi hijo? Pero también un poco más allá: ¿qué hay de todos nosotros, como sociedad y cultura, con respecto a lo que hacen o dejan de hacer nuestros jóvenes?

Pienso en el feminicidio recientemente acontecido en nuestra ciudad de Morelia de la joven profesora Jessica González y me interrogo otra vez por el mundo en que vivimos: ¿qué podrá decirle un padre a su hijo feminicida? ¿Sentirá algo o quizás prefiera olvidar cobardemente y tan sólo “vivir el presente”, no pensar en cosas desagradables que no se pueden remediar? No olvidemos que las cosas no suceden nada más por qué sí, por capricho del destino o acomodo astral.

Algo que podemos agradecerle a la modernidad es que aún podemos preguntarnos por la historia que produce aquellos acontecimientos que después serán decisivos en nuestro modo de estar en el mundo. La historia nos enseña a reconocer lo que somos y lo que seremos, en lo que fuimos y no dejamos de ser. El pasado no desaparece simplemente al desentendernos de él. Al contrario, una de las grandes enseñanzas de Freud es que lo que se reprime en lo simbólico reaparece en lo real. No saber lo que somos es igual a no querer saber lo que hacemos ni por qué lo hacemos ni desde donde lo hacemos.

Dejen al tiempo en paz. Por favor, ya no nos hagan repetir que sólo importa el presente y lo efímero del momento: esa ideología desgastada y peligrosa que nos hace olvidar nuestras raíces colectivas, transindividuales y siempre históricas.

¡Dejemos de jugar a ser psicólogos bienintencionados! Comencemos por acercarnos a la verdad que nos constituye a nosotros y al mundo en el que vivimos.

Ese es justamente el problema: no debemos estar tan seguros de poder decir que el mundo continuará existiendo como siempre lo ha hecho, pues quizás estamos viviendo ya su final. Bien puede ser que el apocalipsis esté ya frente a nuestros ojos y nosotros ni enterados, como bien dice nuestro filósofo mexicano David Pavón-Cuellar, cuando nos recuerda que en los últimos 150 años hemos perdido la mitad del suelo fértil con que contamos para la producción de alimentos, o que diariamente se extinguen 150 especies de animales y plantas, o que la isla de basura que flota en el pacifico norte ya mide casi dos millones de kilómetros y que han aparecido islas análogas en el Pacífico Sur y en los océanos Atlántico e Índico. Mientras avanzamos en la realidad virtual asesinamos al mundo y somos asesinados por él.

Este mundo patriarcal que produce muerte a costa de la vida es nuestro único mundo. Quizás esté muriendo junto con nosotros y nuestra posibilidad de preguntarnos por el padre como fundamento que no deja de morir.