Celebrar la vida a través de la muerte

“Ya retoñamos, hemos crecido: florecemos; por eso se retiran nuestros abuelos, nos abandonan, se despiden de nosotros” escribe Natalio Hernández, poeta náhuatl, a propósito de ese tránsito inevitable que resulta la muerte.  

Paul Westheim, en su libro “La Calavera”, narra cómo los mayas llamaban al niño recién nacido “prisionero de la vida”, porque ellos estaban convencidos de cómo la muerte libera al hombre (a su energía) de una cárcel, de una reclusión pasajera representada en el cuerpo.  En el México prehispánico resultaba fácil morir: no sólo en una muerte gloriosa en la piedra de los sacrificios o en el campo de batalla… porque además, no se conocía el concepto del infierno y es posible que en subconsciente de los descendientes de esas antiguas culturas, siga viviendo todavía el recuerdo de un más allá abierto aún para el pecador.

La imagen del esqueleto con la guadaña y el reloj de arena, símbolo de lo perecedero, es en México producto de importación.  “Todavía el siglo XIII no conoce la figura de la muerte -es decir, no conoce la representación de la muerte en forma de esqueleto-“, afirma Karl Kunstle en su “Iconografía del Cristianismo”.  Y es en Francia, en el siglo XIV, cuando se acuña la palabra “macabro” y el esqueleto aparece en el ámbito del arte europeo.  El poeta Xavier Villaurrutia, cuya poesía gira casi enteramente en torno a la muerte, alguna vez escribió: “Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos por la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”.

Por ello, en los tiempos que corren, resulta alentador que una cultura como la p’urhépecha impregne nuestros espacios de una tradición como resulta la Fiesta de Ánimas, con sus características ofrendas que les identifica y distingue ante los ojos del mundo.  Y es manteniéndola viva como contrarrestamos, en alguna forma, esa labor de desnaturalización que nos ataca por tan diferentes medios y que actualmente se presenta en las formas más descarnadas de violencia.

La celebración a las ánimas de nuestros difuntos en México es ecléctica, es indígena y es española. Siempre se ha tenido respeto por la muerte entre las culturas prehispánicas, pero también permea ese carácter  lúdico que viene de la cultura europea, provocado por las famosas epidemias de la “muerte negra”.  De entonces, desde aquellas tierras asoladas por hambrunas, enfermedades y muerte, ésta se empezó a ver bajo otro concepto: era el temor, pero también se trataba de vencer el miedo mediante lo grotesco y lo burlón.

Para los mexicanos, la muerte no es un juego, se le considera familiar, porque se encuentra aquí, entre nosotros; por ello a los vivos les corresponde hacer que en los días en que se le festeja (1º y 2 de noviembre), su estancia sea de lo más placentera posible “para que no nos haga daño”.  En cambio, el festejo p’urhépecha a las Ánimas siempre se acompañará de los mejores recuerdos de quienes en el camino de la vida nos han precedido.

Comunidades, pueblos y ciudades forman un abigarrado mosaico de costumbres, tradiciones y ceremonias a los que “viven en el más allá”, extensión nostálgica de la vida terrenal, siempre respetada, amada y conservada por los que habitamos esta tierra.  Y diversos son los modos para ofrendarles: la foto del difunto, veladoras, cirios, panes, agua, sal, dulces, frutas, guisos tradicionales, sin faltar los preparados con el sagrado maíz; cempazúchitl, flor de nube y esas orquídeas de temporada que se conocen como “flor de ánimas”.  Arcos monumentales por donde puedan ser recibidas todas las ánimas en algunas poblaciones y arcos personales o familiares, en lugares  donde la intromisión del turismo ha llevado a los deudos a la competencia.  Para las ánimas chiquitas, el camino señalado con pétalos de flores que les guiará del cementerio a sus hogares, “donde se les aguarda”.  En Michoacán, los Días de Ánimas no sólo representan una tradición más: resultan un acto de fe.

Indiscutiblemente, la muerte, en nuestra cultura, siempre tendrá permiso.  Se aparece en todos lados.  Unos la pintan en calaveritas, otros la hacen pan; los niños la juegan con títeres y los ancianos la evocan al rezar.  En los panteones, entre aromas de las flores, de las velas y el incienso, se convierten los lugares en romerías donde se escuchan los recuerdos, las alabanzas, llantos y plegarias.  Los días de Muertos y de Ánimas, también son pretexto para retomar las conversaciones que fueron interrumpidas entre los seres queridos que se han marchado de este mundo.

Hoy recuerdo al amigo que mencionó alguna vez que “quien llega a comprender cuán frágil es esta vida, sabe mejor hasta qué punto es valioso hacer de cada instante el mejor momento para disfrutar”.  “Quien intenta en cada uno de sus actos dar lo mejor de sí, quien impregna a cada acto realizado una dosis de amor, servicio y compasión (en el grado que sea); quien acompaña su vida con sentimientos de gratitud y respeto hacia lo que le rodea, considerando cada espacio como algo sagrado, se encuentra preparado para morir en paz y plenitud”.

En medio de la turbulencia de estos tiempos,  cuando pareciera que la convivencia humana ha llegado a “tocar fondo”; hoy, que ni siquiera estaremos en posibilidad de acudir a los cementerios y lugares donde se encuentran nuestros difuntos,  se nos presenta la oportunidad de esperar y ofrendar a sus ánimas en el propio hogar: como los abuelos purépecha nos enseñan.  Ceremonias tan íntimas como la espera a las ánimas, resultan oportunidades que abren espacios luminosos, permitiéndonos emprender un examen crítico de nuestra relación con la tierra y la naturaleza. 

“Nuestra morada eterna no está aquí en la tierra.  Sólo por un breve tiempo, sólo el tiempo necesario para calentarnos pudimos osar venir a la tierra, por la gracia de nuestros señores”, leemos en la historia de los mexicanos por sus pinturas.  Y en uno de los Cantares Azteca, este mismo pensamiento se expresa como sigue: “Sólo venimos a dormir, sólo venimos a soñar; no es verdad, no es verdad que venimos a vivir en la tierra”.

Días de espera de las ánimas; días para ofrendar y reflexionar en esos “atávicos deseos de mantener la vitalidad tan atesorada por la muerte misma… con el gozo total de cada instante que la vida ofrece, con la percepción de sentirla vibrar dentro del propio ser”,  escribió el doctor Arturo Oliveros en su libro “El Espacio de la Muerte”.