México en la coyuntura de Joe Biden

Ya ha sido suficientemente destacado por diversos comentaristas y observadores que el contundente triunfo de Joe Biden en la elección del 3 de noviembre obedeció, más que a otros factores, a la decisión de los electores estadounidenses de echar de la Casa Blanca a Donald Trump. Fue, se ha dicho correctamente, un virtual plebiscito, no realmente entre dos proyectos de nación sino entre dos estilos de conducción gubernamental.

            Hace cuatro años triunfó en el Colegio Electoral —esa expresión suprema del anacrónico y antidemocrático sistema electoral de los EUA—, no en el voto popular, el magnate de la construcción y otros negocios Donald Trump, desplegando un discurso agresivamente xenófobo y nacionalista, cuyo eje era culpar a China y al tratado norteamericano de libre comercio de la ya prolongada declinación económica del imperio estadounidense, y a los mexicanos y otros inmigrantes de la falta de empleos para los trabajadores del país. El relativo éxito electoral de sus reaccionarias posiciones lo condujo a intentar plasmarlas en una política de confrontación y proteccionismo ante las empresas del gigante asiático, en la renegociación del antes TLCAN (que logró) y en la construcción del muro fronterizo en el sur (que no pudo concluir). Su política antimigratoria fue llevada hasta el cometer violaciones graves a derechos humanos, como el confinamiento en jaulas y la separación de menores de sus padres, problema que no está aún resuelto.

En política externa, continuó sus escaramuzas verbales con China y Rusia, con pocos efectos prácticos, pero pactó un impasse con Norcorea; suspendió las relaciones diplomáticas con Cuba y endureció el embargo comercial contra esa nación; prosiguió el asedio económico y los amagos militares contra Venezuela; mantuvo el apoyo incondicional al Estado criminal de Israel, respaldó a los gobiernos más retrógrados de nuestra América. Como culminación, intentó imponer en Venezuela al patético personaje Juan Guaidó como supuesto presidente. También sacó a los Estados Unidos del Acuerdo de París que busca mitigar el cambio climático, de la UNESCO y recientemente de la Organización Mundial de la Salud, en plena pandemia de coronavirus.

            El presidente recién electo, por su parte, no entona mal las rancheras en cuanto a conservadurismo. En su muy larga trayectoria legislativa y como vicepresidente en el periodo 2008-2016, ha apoyado todas las iniciativas bélicas de su país en el extranjero (con excepción de la Guerra del Golfo de 1991), respaldó los golpes blandos contra gobiernos legítimos en Brasil, Paraguay y Honduras. Es ostensible su vinculación con la industria armamentista y con varios de los más grandes capitales estadounidenses, muchos de los cuales aportaron fondos a su campaña.

Sin embargo, en política exterior puede tener alguna ventaja: por su experiencia como presidente del Comité de Relaciones del Senado y como vicepresidente, a diferencia de Trump, no parece querer determinar la presencia de su país a partir de una visión de índole doméstica. Sin duda es partidario de mantener la hegemonía estadounidense en el mundo, pero tendrá que sopesar bien el papel creciente de China y Rusia en la escena planetaria, y revisar la política hacia otras regiones y países. Quizás ahí está la clave de que el presidente palestino Mahmud Abás y el vicepresidente de Irán, Eshaq Yahanguirí se apresuraron a enviar sus felicitaciones a Biden y expresaron su esperanza en que las relaciones de sus países con los Estados Unidos mejoren en el futuro próximo. Más recientemente también el gobierno chino ha enviado a Biden su felicitación, y también deseo que las relaciones entre ambos países tengan una mejoría. Binyamin Netanyahu, el primer ministro israelí, envió su saludo, pero agradeciendo a Trump todo el apoyo que ha dado a Israel. Incluso la Unión Europea, a través de su presidenta Ursula von der Leyen, manifestó su deseo de reunirse a la brevedad posible con Biden para reforzar una alianza que, en la era de Trump, se vio muy deteriorada.

Biden ha ofrecido reintegrar a los Estados Unidos al Acuerdo de París, a la OMS y la UNESCO. Ha establecido desde la campaña, como una de sus prioridades, la lucha contra la pandemia, y, apenas anunciado su triunfo electoral, designó un equipo de expertos para ese propósito. También proyecta un viraje en la política migratoria con la regularización de la situación de millones de inmigrantes y la reunión de los menores separados de sus padres. Difícilmente dará conclusión al muro, por las implicaciones trumpistas que éste adquirió, aun cuando en realidad fue iniciado en el periodo en el que él fue vicepresidente con Barack Obama.

Desde el exterior, en particular desde nuestro país, Trump y Biden han sido con frecuencia vistos como hermanos gemelos, prácticamente sin, o con matices muy tenues. Y hay razones para ello, en tanto representantes ambos de la oligarquía más poderosa y agresiva del planeta. No obstante, al interior de los Estados Unidos la elección del 3 de noviembre no parece haberse percibido de esa manera. La inusitada participación de los votantes, alcanzó casi los 146 millones y medio, 17. 6 millones más que en 2016 y representó un incremento de más del 13 por ciento con respecto de ese año. A pesar de la pandemia, 2020 registrará la participación más alta de la historia, casi dos tercios de los electores (65.7 %), cuando en 2016 fue de 55.4 por ciento. Esto no habría ocurrido si los ciudadanos estadounidenses hubieran juzgado que nada relevante estaba en juego en la disputada elección.

No se puede ignorar que una parte del caudal de votos que obtuvo Biden provienen de los movimientos antirracista e izquierdistas, en principio alineados detrás de Bernie Sanders. El apoyo de éste y de sus simpatizantes, sobre todo jóvenes y las minorías étnicas, tendrán que moderar las tendencias más reaccionarias del triunfador. El otro factor de apertura hacia la sociedad podría ser la nueva vicepresidenta Kamala Harris, quien se ubica claramente a la izquierda del candidato presidencial y es vista con esperanza no sólo por ser la primera mujer en llegar a ese cargo sino por ser hija de inmigrantes no blancos y, sin duda, alguien que ha labrado su carrera política venciendo los obstáculos sociales a su condición.

Erraría quien quiera ver en el Partido Demócrata y el Republicano organismos ideológicamente homogéneos que representen posiciones antagónicas o siquiera contrapuestas. Ambos obedecen a intereses de las fracciones diversas de los grupos oligárquicos dominantes y de los grupos de presión con presencia en la sociedad estadounidense. En realidad, son grandes aparatos electorales construidos para los procesos que cada cuatro años permiten renovar y también dar continuidad a los poderes nacionales y de los Estados. Pero en su seno dan cabida a cierta pluralidad que permite la expresión de la diversidad social. En especial, al Partido Demócrata se han vinculado movimientos sociales importantes como el de la lucha por los derechos civiles de la minoría afroamericana, encabezado por Martin Luther King; igualmente el de oposición a la guerra de Vietnam, que llevó a George McGovern a ser su candidato presidencial en 1972, y a políticos izquierdistas como Jesse Jackson y, en la actualidad, el senador Bernie Sanders.

En esta ocasión, las elecciones no sólo decidieron quién ocupará la Presidencia. También reflejaron cambios que se están operando en la base de la sociedad estadounidense. El conservadurismo sigue ahí, presente, pero detrás del triunfador están también los nuevos movimientos impulsados por las minorías no WASP (blancos, anglosajones y protestantes) y por trabajadores. El radicalismo supremacista blanco de Donald Trump condujo a una gran polarización social y política que emergió políticamente con el asesinato del Georges Floyd por la policía como el movimiento “Black lives matter” (las vidas negras importan). A su lado, las heterogéneas expresiones feministas, entre ellas “Me too”; las de los pueblos originarios norteamericanos; los desempleados y en general los marginados por el orden plutocrático dominante sobre la sociedad estadounidense.

Un ejemplo del cambio en la sociedad estadounidense es la novedosa representación de las mujeres nativas al Congreso. Integrantes de las tribus cherokee, y Laguna Pueblo, de Nuevo México, y Ho-Chunk de Kansas, serán parte de la Cámara de Representantes. Nuevo México es el primer Estado de la Unión que tendrá a todas sus mujeres representantes en el Congreso pertenecientes a grupos no blancos: dos de los pueblos indios y una de origen hispano. 18 mujeres de los pueblos originarios se postularon para ser congresistas, la mayoría por el Partido Demócrata, lo que representa un récord histórico. Pero la polarización está presente: Trump obtuvo, al menos cinco millones más de sufragios que en 2016.

La era Trump ha dejado para México un legado: el TMEC como producto de sus consignas electorales de 2016; el muro en su frontera sur, el antimexicanismo exacerbado en la sociedad estadounidense desde entonces, y miles de centroamericanos varados en nuestro territorio en espera de una visa o de asilo para entrar a los Estados Unidos. También el haber puesto a la Guardia Nacional al servicio de la política antiinmigrante del presidente yanqui.

            Después de 25 años de vigencia del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, que no aseguraron el crecimiento de la economía mexicana y la estancaron en un magro 2 por ciento anual, la fórmula se ha repetido con el flamante Tratado México-Estados Unidos Canadá, diseñado a la medida del discurso proteccionista de Donald Trump. En su primer año de vigencia, 2019, el crecimiento de la economía mexicana fue cero. Se trata, nuevamente, de un acuerdo que podría beneficiar sólo a las empresas exportadoras desde territorio mexicano —muchas de ellas maquiladoras o reexportadoras extranjeras—, pero no al conjunto de la economía. Se mantendrá abierto el mercado mexicano a la producción estadounidense y de Canadá; pero difícilmente podrán avanzar las exportaciones de nuestro país. En el caso de la industria de automotores, los estadounidenses han protegido su mercado imponiendo que el 40 por ciento de sus importaciones tiene que haber sido producido con mano de obra pagada a 16 dólares la hora.

            Si algún beneficio ha traído el TMEC —más proteccionista que su antecesor, el TLCAN de 1993— han sido la reforma laboral para liberalizar los sindicatos y ahora la iniciativa presidencial para regular o eliminar la terciarización del trabajo (outsourcing); ¿pero cuánto tiempo tomará para que esas enmiendas den frutos en un crecimiento general de nuestra competitividad económica? Los incrementos al salario mínimo de 2019 y 2020 no se han generalizado al conjunto de los trabajadores, y el gobierno mismo sigue aplicando a sus empleados el consabido tope salarial, inferior al índice inflacionario.

            ¿Existe en el gobierno mexicano algún plan o proyecto para contrarrestar las ideas propagadas por Donald Trump de que nuestro país sólo lleva al suyo a delincuentes, violadores y narcotraficantes? Las únicas medidas advertidas al respecto han sido la de refrenar la migración centroamericana, incluso con el uso de la fuerza de 27 mil miembros de la Guardia Nacional, y aceptar que los solicitantes de visas o asilo de diversos países permanezcan en México mientras los tribunales del norte resuelven al respecto. Es decir, se ha apoyado la política migratoria trumpista; pero no se sabe mucho de haber incidido en las campañas antimexicanas en la opinión pública estadounidense.

            En México, el tema del triunfo de Biden se ha centrado en el falso debate de si el presidente López Obrador debe o no enviar sus saludos al candidato elegido. Un punto intrascendente, pero significativo, ante la magnitud de los problemas planteados en las relaciones entre nuestro país y nuestro vecino al norte. López Obrador no está obligado por ninguna ley a hacerlo y ha decidido reservarse sus felicitaciones, quizá para otro momento (el 6 de enero de 2021, cuando se cerrará el proceso electoral en EUA). Pero es falaz que haya que esperar a que todas las fases de la elección concluyan para hacerlo. El presidente mexicano no lo hizo en el caso de Bolivia, cuando se apresuró a felicitar al candidato del MAS, Luis Arce, antes, desde luego, de que el proceso se diera por terminado. Puede tratarse, entonces, de una diferente actitud debida a afinidades o preferencias ideológicas del mandatario tabasqueño.

            Es falso también que la negativa del presidente a enviar su felicitación obedezca a la doctrina de política exterior de No Intervención. Ésta tiene su origen en la tesis de Benito Juárez en 1862 sobre la igualdad jurídica de los Estados y en la Doctrina Carranza de 1 de septiembre de 1918, concretada y operada en la llamada Doctrina (Genaro) Estrada de 1932. La No Intervención tiene un sentido claramente político; es un principio eminentemente defensivo de las naciones débiles ante el injerencismo de las grandes potencias; pero nunca ha llevado, en ninguna circunstancia, a la parálisis diplomática de nuestro país, que, precisamente con base en él, ha llevado adelante en muy distintas coyunturas externas un activismo diplomático por la solución pacífica de los conflictos y la defensa de la autodeterminación de los pueblos. Hoy, países con intereses contrapuestos a los de los Estados Unidos, como China e Irán, han enviado sus felicitaciones al candidato demócrata electo, sin que nadie haya planteado que son acciones intervencionistas. ¿Por qué habría de ser tomado así en el caso de México, primer socio comercial de los Estados Unidos?

            Más allá del incidente de la felicitación o no, México debe revisar de inmediato su agenda bilateral y multilateral con los Estados Unidos, y plantear con claridad cuáles son sus intereses para el futuro inmediato en temas clave como la migración mexicana y centroamericana, derechos humanos, combate a la delincuencia organizada, tráfico de armas, sector energético, cambio climático. Lejos del en este caso estéril discurso de la “no intervención”, la superación de la visión imperial más estrecha e impredecible del trumpismo y el cambio de gobierno en los Estados Unidos deberían verse como una oportunidad para que, como en tantas ocasiones en el pasado, nuestro país asuma el sano activismo en política exterior que siempre lo caracterizó.