Pandemia y digitalización. Efectos psicosociales

Lo primero ha sido meternos a todos a la pantalla. Eso es digitalizar la cultura. El coronavirus ha favorecido de modo exponencial este proceso. (Foto: especial)
  1. La amenaza al sujeto de la representación

Luego de un año de pandemia ya no suena tan extraño hacer nuestra vida cotidiana mediatizada por entornos digitales. Aspectos tan necesarios como comprar, estudiar o trabajar pasan ahora por lo digital. Nuestra vida se ha digitalizado por efecto de la pandemia. Si bien es cierto que la digitalización no comenzó con ella, pues sus inicios se remontan varias décadas atrás, podemos afirmar que uno de sus efectos ha sido entrar de lleno en la era de lo digital. No sólo compramos por internet, sino que igualmente nos enamoramos o nos decepcionamos y pasamos mucho tiempo de nuestro día ahí. ¿Cuál es el problema con eso, podemos preguntarnos ahora?

Tomemos las cosas por una de sus puntas más visibles: el sujeto. La subjetividad que se desprende de una forma de estar en el mundo es correlativa y dependiente de la historia producida por la interacción entre ambos. El mundo y el sujeto se determinan recíprocamente sin saber del todo quién es la causa y quién el efecto. El sujeto hace el mundo a través de sus actos y al mismo tiempo es producido por la cultura a la que pertenece, que también se sostiene desde aquellos actos. Si el mundo es lo que es, se debe a todo aquello que el sujeto hace o deja de hacer.  

Al menos desde la modernidad para acá el sujeto ha sido punta de lanza del conocimiento. Sin su presencia, una disciplina filosófica como la epistemología no tendría sentido. Ni la ciencia, ni todo lo demás. Con Jan de Vos podemos afirmar que somos el sujeto del saber académico. Recurrimos a la ciencia como antes recurríamos al Espíritu Santo. La ciencia es la garantía de verdad de cualquier tipo de conocimiento. Acaso arrastra un prestigio inmerecido pues tan sólo es el sustituto moderno de la religión, así como de nuestra de creencia y dogmatismo. ¿Por qué será que no dejamos de buscar un amo sobre el cual intentamos gobernar?

De ahí que disciplinas científicas tan populares como la psicología sea realmente una amenaza para todos nosotros, pues su discurso es productor de realidades hasta entonces inexistentes. Basta mencionar algún trastorno o síndrome mental de los muchos que se han puesto de moda. La digitalización es el desenlace de la psicologización que comenzó con el proyecto de la psicología como disciplina científica.

Hoy todos sabemos que el “estrés” es malo, al igual que la “zona de confort” o las “relaciones tóxicas”. También sabemos que debemos ser “congruentes”, “triunfadores” y “competitivos”; que debemos vivir relajados y ejercitar nuestro cuerpo a diario. Sabemos de memoria toda la baratija del discurso psicologizado que nos inunda. Hay un psicólogo en potencia en cada uno de nosotros. Por eso es fácil llevarnos al plano de lo digital: porque antes fuimos psicologizados.

Pero nuestro saber academicista y psicologizado no alcanza para reparar la fractura que introduce la palabra en el sujeto. Es por eso que nos hemos acostumbrado a las pantallas. Acaso la primera pantalla es el lenguaje mismo, que no por ser simbólico está exento de imágenes o imaginarios. Necesitamos de las palabras para existir: el nombre que llevamos se apropia de nuestro ser y por su intermedio existimos en la cultura al reconocernos como hijos de alguien que nos da su apellido y su linaje. La palabra crea subjetividad.

En cierto sentido, podría darnos la impresión de que la palabra no alcanza a abarcar al sujeto pues es tan sólo una palabra, mientras que, en el sujeto, están implícitas muchas cosas más: su cuerpo, por ejemplo, pero también sus errores, inconsistencias y hasta los sueños incomprensibles que produce cuando duerme.  Esa es la división insuperable presente en todos nosotros. La división imposible de reparar es lo más propio que tenemos. Lo que nos hace ser radicalmente quienes somos y nos aleja de la masificación digital. El sujeto es todo aquello que amenaza con desaparecer cuando las pantallas sean innecesarias. Y quizás no falta mucho para ello.

Lo primero ha sido meternos a todos a la pantalla. Eso es digitalizar la cultura. El coronavirus ha favorecido de modo exponencial este proceso. Hoy pasamos sin culpa largas horas frente a la computadora o el celular al mismo tiempo que ya no dejamos de estar conectados a internet todo el día y toda la noche. Tal vez el mejor ejemplo es Facebook que no descansa ni nos da respiro. Tan pronto amanece, debemos hacernos tiempo para verificar qué ha pasado en la realidad digitalizada de nuestras pantallas. Estar siempre conectados es el desarrollo último de la era de internet; el paso lógico que dimos sin siquiera darnos cuenta…

En aquellos tiempos del inicio de la masificación digital (que uno recuerda casi melancólico) debíamos entrar y salir de internet. Nos conectábamos por teléfono y más o menos sabíamos la diferencia entre estar o no conectados a la red. Hoy siempre estamos adentro, pero con la pantalla como intermediario entre nosotros y el mundo digital omnipotente. ¿Estar siempre adentro no significa borrar el afuera? ¿qué pasa con el sujeto cuando no se puede diferenciar del afuera? O más grave aún: ¿Llegará el día en que para estar adentro no sea necesaria la pantalla? De ser así, ¿qué pasará con el sujeto quien se distinguía precisamente por su dependencia de la representación que fractura la realidad en aquello hablado y todo lo inaudito?

Con dispositivos como “Alexa”, esa bocina inteligente creada por Google, las pantallas amenazan con volverse obsoletas. Estamos en la antesala de no necesitar la pantalla pues nos podemos mantener conectados por fuera de ella, en el mundo hiperreal de lo digital. El mundo dejará de ser un escenario edípico donde representábamos la comedia de la vida. Se borrará la fractura del mundo que es la misma fractura del sujeto producida por el lenguaje. El sujeto freudiano de la representación está en peligro.

Desde este ángulo pareciera que la pandemia es un recurso necesario para acceder masivamente a la digitalización cultural. Somos testigos de la entrada a una nueva era y debemos dar la batalla para no perder las posibilidades de existencia del sujeto desgarrado. Ese que nos dice su verdad cuando el yo se va a dormir. El que sabe más de mí que mi yo mismo. Mi verdad que es mi fracaso y la suma quebrada de todas mis imposibilidades, que son muchas y no descansan jamás. Todo eso que yo rechaza de mi mismo pero que es el único lugar donde puedo ser. Mi fuerza. Mis ansias. Lo que no puedo controlar y me supera y me hace ser otro del que era.

Soy cuando me muevo. Cuando hablo y digo la verdad. Cuando actúo como si ya fuera todo eso que jamás seré: alguien a la altura de las circunstancias históricas que le han tocado vivir.

Y dar la batalla y recomenzar cada vez sin olvidar la palabra ética, esa que no retrocede ante la verdad y le da su espacio y consiente sus efectos sin retroceder.

Enfrentado a mis propios imposibles sólo puedo ser en la grieta que divide lo que fue de lo que será. El antes y el después. La luz al final del túnel. Un futuro perfecto que modifica retroactivamente aquel sujeto sin rumbo y sin dirección ahogado en las seductoras aguas del goce sin deseo. Por eso no debemos perder esta batalla. El sujeto está de por medio.