Votar crítica y diferenciadamente

El voto nulo, sabemos, no tiene en nuestro país repercusiones en el resultado de la elección. (Foto: especial)

Al terminar las campañas electorales, varios sondeos creíbles coinciden en que, como partido, el Morena refrendará su triunfo en las elecciones legislativas de 2018 y, junto con sus aliados mantendrá sin dificultades la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados; y probablemente incluso alcance una mayoría calificada. Eso indicará, como lo han mostrado también algunos analistas, el fracaso anunciado de la endeble alianza de oposición que integraron el PAN, el PRI y el PRD, que, según se aprecia, no convenció ni a los militantes y simpatizantes tradicionales de esos partidos, acostumbrados a ubicarlos en posiciones si no antagónicas sí diferenciadas en las contiendas. En pocas entidades y distritos podrá haber funcionado ese muégano político que por ahora se ve agotado, casi extinto.

            Pero los resultados para la renovación de la Cámara Baja del Congreso no son los únicos que importan ni los que meramente tienen interés. Una apreciación anticipada presenta facetas diversas en las que hay que reflexionar.

            La oposición planteó, de entrada, una tesis que pensó que le funcionaría: hacer de las elecciones intermedias un plebiscito que calificara el desempeño del gobierno de López Obrador. Y esa misma postura fue asumida por el Morena, para el cual el respaldo social a sus candidatos también sería una aprobación a la gestión de AMLO en la presidencia. Pero esa postura permitió subestimar el significado y trascendencia real de la elección de diputados y los demás comicios.

            De reafirmarse las predicciones demoscópicas, será Morena el triunfador absoluto, pese a que su votación pueda reducirse en algunas entidades y distritos. La permanente campaña de López Obrador resaltando los logros de su gobierno, descalificando a la oposición partidaria, empresarial y mediática, y saliendo incluso, en el extremo, a denunciar las estratagemas de sus adversarios en las elecciones como lo haría un dirigente partidario, habrá funcionado para conservar la mayoría que le interesa en el Congreso, con riesgos calculados como las leves sanciones que le han impuesto los órganos electorales.

Porque lo que en verdad está en juego es la composición de la Cámara, así como gobiernos estatales y algunos municipales muy significativos; y en ello cuenta cada uno de los electos y no la masa de los candidatos de un partido o coalición.

No es intrascendente la casi segura prolongación de la representación mayoritaria que hemos tenido en la actual legislatura: un congreso virtualmente sin autonomía, atado y dependiente del poder Ejecutivo, un presidencialismo exacerbado, conforme a los cánones del muy vigente “antiguo” régimen, y legisladores muy dispuestos a aprobar sin cambiarles “ni una coma” las iniciativas que les llegan del Palacio Nacional. El resultado de estas elecciones, dominadas así por la lógica de la confrontación total Presidencia/oposición y de todo o nada (en donde para la oposición será casi nada), ratificará empero la aplastante presencia presidencial, más que del partido mayoritario por sí mismo, y sobre todo de sus candidatos.

            Pero más que hacer predicciones, hay que reflexionar en el papel de los partidos, el de sus dirigentes y el de los electores en este atípico proceso electoral.

            El ciudadano piensa que, ante la urna, es él quien tiene el poder de decisión; y eso es cierto en última instancia. Pero antes que él, han decidido los dirigentes partidarios que designaron a los candidatos entre los que habrá de optar el votante para integrar su representación o elegir a quien lo va a gobernar. ¿Cómo deciden esos dirigentes sus propuestos para tales cargos? Pueden hacerlo de manera más o menos democrática, recogiendo en sus plataformas las demandas y aspiraciones legítimas de los gobernados, y postulando aspirantes representativos, vinculados a los grupos y sectores de la sociedad que pretenden los respalden. O pueden hacerlo conforme a criterios internos e intereses propios del partido o del núcleo que lo administra.

            Lo que asombra en el hoy partido oficial es la velocidad con que conformó sus castas burocráticas, que en este su primer proceso estando en el gobierno, ya pudieron imponer candidaturas de su propio semillero, o pactando con grupos externos recién uncidos a la estructura partidaria, mediante el engañoso y opaco método de las dudosas encuestas. Lo que a su antecesor inmediato, el PRD, le tomó unos quince años consolidar, el poder excluyente del grupo identificado como Chuchos, al Morena le ha llevado apenas cosa de cuatro años.

            La burocratización, como proceso de gestación y reproducción de cuerpos administrativos profesionalizados que tienden a separarse crecientemente de la masa de la sociedad y a generar intereses particulares como grupos, es un fenómeno ampliamente extendido en las estructuras del Estado y en los partidos modernos, aunque también se da en otros ámbitos de la sociedad (económico-empresarial, eclesiástico, sindical, etc.). No es excepcional, entonces que los cuerpos directivos partidarios busquen su fortalecimiento y reproducción postulando candidaturas acordes a sus propios fines.

            Para Max Weber, la burocracia era el desencanto de la política moderna, guiada en general por principios de racionalidad y legalidad, más que por el personalismo; para Rosa Luxemburgo, representa la estructura que ahoga la espontaneidad y el espíritu revolucionario de la clase obrera; y para el Lenin de sus días postreros, la mayor amenaza que enfrentaban el partido y el poder soviético. Robert Michels vio en la captura por grupos oligárquicos de los partidos y organizaciones sociales en general, una “ley de hierro”; y Gaetano Mosca identificó a los políticos profesionales como una “clase” separada del resto de la sociedad por intereses y métodos particulares, muchas veces contrapuestos entre sí, pero también comunes.

            Lo volverán a hacer. Si las burocracias partidarias ven avaladas en las elecciones por el sufragio popular sus candidaturas y propuestas a los ciudadanos, continuarán imponiendo en los procesos subsiguientes una representación a modo de sus intereses, sus alianzas o sus conveniencias. Dejar para después el combate a las camarillas que dominan los partidos y acaparan la representación de la sociedad puede ser demasiado tarde. Se habrán fortalecido y tendrán más blindajes para su poder interno y social.

            No hay vacunas conocidas contra la burocratización de los organismos formalmente públicos y de representación popular; peso sí algunos antídotos. La renovación o circulación de las elites políticas que avizoraba Michels, que nos lleva a revalorar el principio —para México histórico— de no reelección; los límites o acotamientos en la ley a los privilegios que pueden disfrutar los representantes populares o gobernantes; el principio de revocación del mandato, aplicable de manera expedita y funcional; la prensa y los medios críticos frente a la elite del poder, señalando sus fallas y vicios; la legitimidad popular de los candidatos como representantes auténticos de su comunidad (nacional o local, política o social), son algunos de ellos.

            El voto nulo, sabemos, no tiene en nuestro país repercusiones en el resultado de la elección. No conlleva, como en otros sistemas electorales, aun en caso de ser muy amplio, a la invalidación de la elección o su repetición (voto blanco), ni resta posibilidades a los candidatos efectivamente votados. Pero, si bien es una forma extrema de opción del elector, la anulación consciente y explícita de la boleta es el rechazo del ciudadano a las ofertas que hacen los todos partidos, y se registra en las estadísticas. Junto con la abstención, es una protesta ante la falta de opciones aceptables, pero más palmaria.

            En situación de una democracia necesariamente representativa, no directa, y en la que los partidos son, pese a todo, el medio más perfeccionado hasta ahora para la expresión política de sectores amplios de la sociedad, la atención a sus plataformas políticas, propuestas y compromisos, así como a las candidaturas registradas, es fundamental. El voto crítico —que no excluye la anulación de la boleta, como extremo— es el que analiza y busca entre los partidos y candidatos a los que mejor pueden representar nuestros intereses y posiciones ideológicas ante otros sectores de los ciudadanos y sobre todo en las estructuras de ejercicio del poder. En el caso de varias elecciones simultáneas, incluye desde luego el sufragio diferenciado; y aun si se deposita en favor de candidatos con escasas posibilidades de triunfo, es un voto útil como oposición a las propuestas presentadas por los partidos mayoritarios.

La buena noticia para este 6 de julio será, según se anuncia, la derrota electoral (sólo electoral, pues no se ve algo más allá, pero que es importante) del bloque de las derechas que intentan no ser desplazadas completamente de los aparatos estatales y sobre todo recuperar esos espacios; pero también lo será, si se continúa con el impulso popular expresado en el 2018, el rechazo a las candidaturas más repulsivas, que sólo obedecen a intereses de las oligarquías económicas y partidarias, y la elección preferente de aspirantes dotados de perfil y representatividad para los cargos que ocuparían.