El grito de la naturaleza

“La sociedad y la Naturaleza, desde la perspectiva ecológica contemporánea, están interlazadas y es imposible separarlas.  Un proyecto sensato, debe situar a la Naturaleza dentro y no fuera de la historia, porque sólo así podemos encontrar comunidades humanas que se encuentran dentro y no fuera de la Naturaleza”, cita en sus páginas un libro que ha resultado para mi persona, una especie de Biblia, en materia de historia ambiental de México.  Su título: “Tierra Profanada”, escrita a “cinco manos” en el año 1987 por Isabel Fernández Tijero, Alicia Castillo, José Ortiz Monasterio y Alfonso Bulle, coordinados por Fernando Ortiz Monasterio.  La edición corrió a cargo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología.

       Intuitivamente, desde mi adolescencia, llegué a entender que tantos rituales y ceremonias en culturas y religiones de todo el mundo, tenían su origen en la certeza de que el ser humano formaba parte de la naturaleza y de ella dependía su existencia.  En todas las culturas, el agradecimiento a los elementos que propician la vida resulta innegable: el Agua, el Fuego, el Viento y la Madre Tierra son venerados en todas sus formas y expresiones.  Y hasta en la misma religión católica se reconoce que en sus orígenes se pregonaba un mismo principio creador, que San Francisco de Asís ratificó siglos después al nombrar “hermanos” a todos los seres animados del mundo conocido hasta entonces.  Por cierto, ¿a quién no le parece fascinante el “Cántico del Hermano Sol”?

       Al correr el tiempo, mi cercanía y afinidad con personas y comunidades indígenas y campesinas que defendían tierra, agua y bosques de la voracidad empresarial y caciquil de éste y otros Estados, me ofreció la oportunidad de entender mejor cómo se pueden provocar conflictos (que cobran vidas humanas) y depredación criminal, cuando se explota irracionalmente a las personas y al medio ambiente.  Y las consecuencias, las sufrimos todxs: corrupción, impunidad, violencia y muerte van de la mano cuando impera la ley del más fuerte… económicamente hablando.

       Ahora he llegado a comprender que el agua no castiga a nadie, ni el fuego, ni el viento, ni la Tierra.  Que es el ser humano (ése que fue dotado de inteligencia y libre arbitrio) el que ha roto el pacto natural con su entorno y construye por los “caminos del agua”, deforesta y acelera las sequías; provoca incendios, contamina el agua de la que bebe, el aire y la misma tierra, a los que arroja agentes químicos y desechos o residuos que tardan en degradarse siglos… o como el plástico, que en micropartículas se encuentra presente en los antiquísimos glaciares y que seguramente también se ha alojado ya en nuestro organismo.

       En México tenemos ejemplos impactantes de todo ello: la destrucción de la Selva Lacandona en Chiapas; la contaminación del Río Cotzacoalcos por mercurio residual en Veracruz; el deterioro ambiental en manantiales y zonas boscosas por las industrias papeleras; las inversiones térmicas en las grandes ciudades como consecuencia de las industrias y el excesivo uso de automotores; las históricas explosiones de gas en San Juan  Ixhuatepec, Estado de México, y en Guadalajara, Jalisco, en las que perdieron la vida y desaparecieron miles de personas por negligencia y corrupción de instituciones, autoridades y empresas… y los incendios en ríos, en cuyas aguas se vierten residuos químicos de grandes fábricas, así como los varios derrames de petróleo en aguas marítimas de la nación.  Todo provocado por la intervención del ser humano.

       Inundaciones, tornados, ciclones, sequías y temblores que pueden considerarse “fenómenos naturales” dejan de serlo al momento en que, ahondando en sus causas y efectos, se llega a concluir cómo quienes resultan mayoritariamente afectados son sobre todo las personas más humildes, las que han sido obligadas a vivir en zonas de riesgo porque han sido despojadas y expulsadas del territorio que habitaban originalmente y conocían; o bien han sido utilizadas por líderes corruptos para ocupar espacios declarados “de riesgo” en zonas urbanas (recordemos cómo fueron despojadas algunas comunidades de la zona costera de Acapulco para crear un corredor hotelero de lujo y sus habitantes fueron “reubicados” en barrancas, fuera de la vista del turismo).  En fin: las víctimas de tantos “desastres naturales” resultan víctimas también de la corrupción, de la negligencia, de la avaricia y la ambición.

       En Tierra Profanada, quien se convierte en la voz narrativa que nos lleva a remontarnos en el tiempo a los primeros vestigios del ser humano en territorio mexicano hasta la época contemporánea, es la misma Tierra.  Así, ella expresa: “Hago mi mejor esfuerzo por descomponer la materia orgánica, pero vierten sobre mí miles y miles de toneladas diarias de plásticos, metales, vidrios y todo tipo de desperdicios que se acumulan en los ecosistemas.  Piensen en cómo los arqueólogos de hoy descubren vasijas, joyas y tantos objetos singulares.  ¿Y los arqueólogos del futuro?, ¿qué vestigios estamos dejando de nuestra “civilización”?

       En esta época de crisis, la tendencia en las ciudades y en el campo ha sido hacia un creciente deterioro ambiental, lo cual está produciendo que, sin yo desearlo, me haya convertido en el medio por el que se transmiten enfermedades o sustancias que envenenan, queman y, en algunos casos, matan a los mexicanos…”  La Tierra, apesadumbrada, continúa diciendo: “No ha habido evento que me haya conmovido tanto, de esta época de crisis ambiental, como el terremoto del 19 de septiembre de 1985 en la ciudad de México.  Deben tener presente que desde hace millones de años, yo (la Tierra) he ido acomodando mi corteza terrestre y esto ha dado lugar, en ocasiones, a severas convulsiones tectónicas que no pasaban de tener efectos locales.  En el caso del terremoto de la Ciudad de México, el efecto tan devastador proviene de que ustedes han construido la ciudad más grande del mundo con edificaciones inadecuadas y, especialmente, porque las han construido sobre el manto de un antiguo lago…”, como tantos otros sitios edificados durante la Colonia.

       Verdaderamente conmovedoras pueden resultar estas aseveraciones, cuando las imaginamos surgidas de nuestra Tierra Profanada: “Además de haber secado un hermoso lago, bombearon las aguas subterráneas y crearon burbujas que, con los sucesivos sismos a que se encuentra sujeta la Ciudad de los Palacios, se van acomodando, provocando hundimientos en el piso de la gran urbe y con ello, el desplome o los daños estructurales de cientos de edificios que con el tiempo colapsarán, provocando más pérdidas humanas.  Duele decirlo, pero los miles de muertos de aquel fatídico año, así como los cientos de edificios derrumbados, son responsabilidad de ustedes y no mía.  Sin embargo, mi esperanza todavía la tengo en las posibilidades de la inteligencia de ustedes, los humanos, dirigida a la organización.  La movilización organizada de los grupos humanos sigue siendo mi expectativa, si ustedes quieren seguir experimentando el privilegio de estar vivos y de la singular consciencia que les ha tocado heredar”.