Ya no fue

Ningún triunfo electoral en las últimas 4 décadas había despertado tantas expectativas como la de julio del 18. (Foto: especial)

Los límites de la posverdad los fija la crudeza de la realidad. Puede ocurrir que para manifestarse esa crudeza tarde mucho o poco tiempo, todo dependerá de la magnitud de la asimetría alcanzada entre hechos y discurso.

En palabras comunes: la mentira dura mientras la verdad aparece. Todo gobierno necesita tener un discurso que justifique sus propósitos y sus acciones. Son construcciones indispensables en la lógica del poder. Así que cuando a un discurso de poder le sigue una cauda de hechos exitosos, el grupo gobernante es premiado con un cierto nivel de confianza y de respaldo público.

El problema es cuando a ese discurso le sigue una cauda de acciones erráticas y resultados ineficaces. Entonces ocurre que la confianza y el respaldo social comienzan a quebrarse. Cuando el grupo gobernante está dotado de la plasticidad suficiente y necesaria para cuestionarse y replantearse sus creencias puede lograr remontar esa perdida de legitimidad, pero si no la tiene terminará o bien sumido en una crisis generalizada o bien optando por formulas autoritarias para mantenerse en el poder.

Ningún triunfo electoral en las últimas 4 décadas había despertado tantas expectativas como la de julio del 18. El ganador se dio el lujo, más allá de la racionalidad y de la prudencia, de adjetivar su ascenso como la inauguración de una nueva época en la historia de México. Fue más allá de Luis Echeverría que quiso enmarcar su desbordada demagogia nacionalista en la dinámica de una “cuarta sinfonía histórica”, todos sabemos cómo terminó aquello.

Para fortalecer la narrativa se ofreció el cumplimiento casi inmediato de objetivos caros a las preocupaciones de la sociedad: acabar con la inseguridad, finalizar con la pobreza, extinguir la corrupción, alcanzar un sistema de salud como el de los países nórdicos, lograr la mejora educativa, terminar con el sistema de cacicazgos en las organizaciones gremiales, lograr un uso eficiente del presupuesto público, … y alcanzar la “felicidad”.

Imposible no estar de acuerdo en semejante programa. Imposible también no aceptar las justificaciones primerizas culpando al pasado y el papel ominoso de personajes de esos períodos. Pero la culpabilidad repetitiva achacada al pasado, como explicación del fracaso presente, siempre tiene fecha de caducidad aclaratoria, y esa caducidad tiene un margen de aceptación pública natural en los tiempos de un sexenio.

Los tiempos políticos de la cultura mexicana están determinados por el sexenio y el trienio. Y lo que ocurre en un sexenio y en un trienio está determinado por el éxito alcanzado en ese lapso. Los resultados son la cereza en el pastel de toda administración gubernamental. Si no hay cereza no hay gloria.

Por eso, por más elocuencia en el ejercicio de la posverdad para construir éxitos que no están en la mesa y en los bolsillos de los ciudadanos, la realidad terminará colándose por cada poro que abre la duda del que siente y mira la dureza de los hechos.

En casi tres años no tenemos mejor seguridad y los indicadores dicen que ahora hay más pobreza que antes del 2018, por si fuera poco, la corrupción no solo no se ha detenido ha avanzado. Y no está mejor el sistema de salud y la educación ha empeorado.

Ya no fue, se ha quedado en el discurso, el ofrecimiento de un cambio histórico equiparable con aquellos parteaguas de la independencia, del liberalismo de mediados del siglo XIX y el de la revolución mexicana. Falló la operación del gobierno y más allá falló la concepción del poder y fallaron sus conspicuos personajes.

El voluntarismo, la banalidad, el bote prontismo y la concentración del poder ilimitado han sido las propias trampas que se sembró el propio poder a la hora de constituirse en gobierno. Sin un gabinete verdadero, sin resultados por cada área, sin un sistema de planeación concertando el todo, la acción gubernamental ha quedado atascada y siempre a la espera de una sola voz que casi nunca llega y que cuando llega lo hace en una maraña de contradicciones.

Todo el acto supremo de gobierno, toda la estrategia, toda la planeación, toda la voluntad se concentran en un diario momento: el monologo matutino. Este es el acto mayor del gobierno. Ahí se desatan tempestades, se levantan cadalsos, se colocan “san benitos”, se postulan las normas. Ahí se encuentra en pinceladas, muchas veces caóticas, la política hacendaria, el criterio para la gobernabilidad, la estrategia para la salud y la seguridad pública, pero nunca la evaluación crítica de los resultados, menos aún la corrección del camino.

El tiempo está devorando a la oportunidad y está desgastando a la esperanza. El presente ya se alza como la amenaza irredenta de la administración. Las ánimas del pasado están terminando por no asustar lo suficiente a quienes siguen esperando mejores oportunidades.

Ya no fue el cambio. La metáfora de Lampeduza nos ha vuelto a alcanzar: cambiar todo para que todo siga igual.

¡Lástima, sonaba tan bien la oferta!

Y como ya no fue, la posverdad aparece como un lastimero espectáculo que ya no alcanza para ocultar las profundas fisuras del envejecido discurso que no logró tener correlatos reales.