López Obrador y la prensa crítica

Durante ya tres semanas hemos visto la mañanera dedicada a lanzar ataques a Loret bajo el supuesto de que éste obtiene muy altas remuneraciones de sus servicios a empresas informativas. (Foto: especial)

Tengo para mí, desde hace tiempo, que la gran popularidad de que ha disfrutado Andrés Manuel López Obrador y las bases de su aplastante triunfo en las elecciones de 2018 radica en tres factores principalmente: una bien ganada, y sobre todo cultivada fama de honestidad, contrastante con el comportamiento del grueso de los políticos profesionales que, por una vía u otra, han buscado el enriquecimiento personal y familiar; el hábil manejo de la comunicación que ha desarrollado desde el mitin y frente a los medios; y ahora, como presidente de la República, el uso de los programas sociales que alcanzan a varios millones de mexicanos de distintas edades e incluso de diferentes condiciones sociales.

            En cuanto a este último aspecto, resulta evidente que se trata de una política instaurada por los gobiernos priistas para mitigar los efectos de la pérdida de valor de los salarios reales y la economía informal, y también para captar un mercado cautivo de votantes en los procesos electorales. Pero AMLO la ha extendido a nuevos grupos sociales, como personas con discapacidad, jóvenes aprendices contratados a prueba por empresas, con lo que se trata en realidad de un subsidio a éstas en el aspecto salarial y de prestaciones, niños inscritos en las escuelas públicas y, desde luego, los adultos mayores. Muchas veces se ha visto cómo la participación en estos programas asistenciales se ofrece directamente a nombre del presidente, más que como programas institucionales o derechos, de manera que la gratitud redunda en beneficio del gobernante y eleva sus índices de aceptación social.

            La aptitud para la comunicación con amplios sectores populares también parece desarrollada en una larga práctica en la que intervienen el manejo de un lenguaje sencillo y muchas veces más que coloquial, pero también a la simplificación de temas que de por sí demandarían tratamientos más elaborados. Es claro que, con la asunción del poder Ejecutivo y el acceso a los canales estatales de televisión y radio, y la amplificación que proporcionan las redes sociales, las conferencias de prensa mañaneras se han transformado en mítines virtuales que reúnen probablemente a millones de ciudadanos atentos a la palabra presidencial cinco días por semana por aproximadamente dos horas.

            Pero en esas sesiones matutinas no se tratan sólo, y muchas veces ni siquiera preferentemente los temas de gobierno que pueden tener un interés general, sino los que el líder-presidente elige para colocar en la agenda de los medios y en la opinión pública nacional. Así, en las conferencias se introducen temas que son más del interés del presidente, como enfrentar constantemente —y con particular intensidad en los recientes días— a sus críticos en los medios de difusión e incluso descalificar a periodistas y a los medios mismos que no concuerdan con su forma de apreciar la realidad del país. Desde esa tribuna ha criticado constantemente la línea editorial de los diarios Reforma y El Universal, como si se tratara de asuntos no de información y opinión de medios particulares sino de Estado. También ha llegado a descalificar en su conjunto a la revista Proceso, de la que ahora dice que “no contribuyó al cambio”, refiriéndose con esto último a su llegada a la primera magistratura del país, el único cambio visible para él.

            Pero su enojo mayor, de las últimas tres semanas es por la difusión del reportaje realizado por los periodistas Raúl Olmos, Verónica Ayala y Mario Gutiérrez Vega —a quienes el presidente nunca ha mencionado— para la agrupación civil Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad y la agencia noticiosa Latinus a propósito de las casas que han habitado su hijo mayor, José Ramón López Beltrán y su esposa estadounidense Carolyn Adams en un suburbio de la ciudad de Houston, que da elementos para sospechar un posible tráfico de influencias en los contratos de la empresa texana Baker-Hughes. El enojo del presidente se ha dirigido contra quienes difundieron el reportaje, Carlos Loret de Mola y Carmen Aristegui, a los que ha dirigido descalificaciones absolutas poniendo en cuestión sus respectivas trayectorias periodísticas. Si con los ataques a la segunda se ha expuesto el gobernante a la crítica de muchos mexicanos que por años han atestiguado la trayectoria independiente del poder estatal y de los fácticos de Aristegui, por lo que la periodista sufrió también represalias de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto, en el caso de Loret el mandatario llegó, el viernes 11 de febrero a exhibir información verdadera o falsa, pero, según él mismo lo ha confesado, no verificada, sobre supuestos ingresos millonarios.

            Durante ya tres semanas hemos visto la mañanera dedicada a lanzar ataques a Loret bajo el supuesto de que éste obtiene muy altas remuneraciones de sus servicios a empresas informativas, pero de los que no se ha podido decir que sean ilegales, y descalificaciones a los medios, columnistas y articulistas que por distintos temas han publicado críticas al gobierno. Y en los medios y redes sociales una polarización pocas veces vista entre los críticos y los defensores del presidente, tanto por el tema de las casas de Houston como por las acciones del presidente contra sus críticos. A éstos, en una actitud que linda con la paranoia y en la que se presenta como víctima, los ha llamado —siguiendo el guion de su coordinador de Comunicación Social, Jesús Ramírez Cuevas, y de algunos de sus voceros en los medios, como Rafael Barajas El Fisgón—, “golpistas”.

            El caso de los ataques a Aristegui desde la tribuna presidencial es el que me parece más lamentable y fallido, siendo conocida de todos la trayectoria de la periodista, y su apego a principios de objetividad, pluralismo e independencia, que ha mantenido —para enojo de López Obrador y de muchos de sus seguidores, con frecuencia fanatizados— durante el actual gobierno. Pero muy lejos estoy de defender el tipo de periodismo que ha realizado de tiempo atrás Carlos Loret de Mola; comparto la opinión de que ha sido un comunicador que, por obtener fama, popularidad o dinero, ha prostituido su profesión y se ha comportado como un verdadero mercenario al servicio de los peores intereses del país, como lo demostró la puesta en escena en el caso Vallarta-Cassez. Lo lamentable aquí es que a este comunicador, que ya estaba en un lugar marginal y en el descrédito, el presidente lo ha colocado en el centro de la atención pública y le he permitido victimizarse y hasta convertirlo en un “héroe” de la libertad de expresión.

            Pero el punto de mayor interés no es la calidad del periodismo de ciertos comunicadores, sino la reacción, la actitud y las acciones del presidente de la República ante la crítica y, en este caso, la revelación de un caso que, aun si no se demuestra como ilegal, amerita, por los meros indicios, una investigación para confirmar o descartar el posible tráfico de influencias en beneficio de una empresa petrolera contratista de Pemex. Pero, como lo han señalado la Barra Mexicana de Abogados y diversos comentaristas, el presidente de la República ha incurrido en diversas violaciones a la Constitución y a las leyes secundarias del país en su respuesta a los periodistas de investigación, a los medios de difusión y a sus críticos. No sólo hay ahí una violación al párrafo segundo del artículo 16 de la Constitución sino también un abuso de autoridad, tipificado en el artículo 57 de la Ley General de Responsabilidades Administrativas y posibles transgresiones a la Ley de Protección de Datos Personales en Posesión de Sujetos Obligados del Estado, al secreto fiscal y otras normas.

            El aspecto más discutible es el uso de los recursos públicos de toda índole, nada menos que desde la Presidencia, contra los particulares, ciudadanos con derechos independientemente de su oficio de comunicadores. Cuando Andrés Manuel López Obrador decreta sus obras estratégicas como de “seguridad pública” para blindarlas contra el escrutinio público y el acceso a la información, no duda en usar la fuerza presidencial; en el caso en comento, en cambio, aduce ser un ciudadano con derecho a la réplica, a defender la honra de su familia, a responder a la crítica y a las denuncias periodísticas como si estuviera en el mismo plano que sus críticos y los medios de difusión.

            Lo que no se puede obviar ni omitir nunca es, empero, la investidura. El ciudadano Andrés Manuel López Obrador es, hasta el 30 de septiembre de 2024, el representante del Estado mexicano. Todo lo que él diga ha de tomarse como la expresión del Estado, y cuando, desde la tribuna del Palacio Nacional critica o desacredita, o pretende determinar quiénes son malos periodistas y quiénes buenos (los que lo apoyan, incluso adulan, y quienes respaldan incondicionalmente su “Cuarta Transformación”), no lo hace un ciudadano particular sino el Estado nacional en su representación legal.

Quizá no ejerza López Obrador la censura y la represión contra los disidentes y críticos de su gobierno a la usanza antigua, cancelando la prensa, encarcelando periodistas o amedrentando directamente a los comunicadores es cierto. Pero sus dichos son, indiscutiblemente, formas de represalia desde el poder estatal contra la crítica, la información y la libre manifestación de las ideas.

Mientras tanto, se ha cumplido el pasado enero la primera prórroga que la Suprema Corte de Justicia dio a la Cámara de Diputados para reformar la Ley General de Comunicación Social —emitida en el gobierno de Enrique Peña Nieto— que, a juicio del máximo tribunal, no esclarece los criterios para el manejo de la publicidad oficial. Desde el 8 de septiembre se había establecido el 15 de diciembre como plazo para dar a ese ordenamiento jurídico los elementos de transparencia en la asignación de los recursos públicos destinados a la difusión en medios; cumplido el plazo, se dio una primera prórroga para el 20 de enero, y ahora, sin darle cumplimiento, los legisladores gestionan una segunda prórroga para el 30 de abril.

Lo que esta displicencia y desacato legislativo muestra es que los legisladores del Morena, mayoritarios en esa Cámara, no tienen interés en regular la publicidad oficial, establecer criterios claros en su distribución y transparentar el uso de los recursos públicos ejercidos en ese renglón, y prefieren, ciertamente, que el Ejecutivo, sus dependencias y demás órganos del Estado sigan ejerciendo discrecional y hasta arbitrariamente la contratación de publicidad, en favor de algunos medios y en detrimento de otros, independientemente de su alcance y audiencias o lectores en la sociedad. La llamada “Ley Chayote”, como escribió cierto columnista, espina a nuestros diputados.