ECOS LATINOAMERICANOS: El viraje hacia la personificación política

Hugo Chávez, Evo Morales y Lula da Silva. (Foto: especial)

En las últimas dos décadas se han observado enormes cambios en el panorama político tanto regional como mundial. El siglo XXI comenzó con la creencia de la victoria definitiva de Estados Unidos como potencia hegemónica global, donde el ideal para el resto de las naciones sería el camino de una “democracia liberal” al estilo estadounidense, básicamente un régimen donde el institucionalismo político descansara en los frenos y contrapesos, y fuesen los partidos políticos los que impulsaran a los distintos liderazgos con potencial para alcanzar los puestos de elección popular.

Desde la década de los noventas, muchos países empezaron a seguir al modelo estadounidense. Algunos de manera ortodoxa y otros con elementos más flexibles, dependiendo del contexto de cada nación. Sin embargo, todo apuntaba a la “partidocracia” como el camino a seguir para el desarrollo no solo político sino económico. Es decir, un régimen donde la política y la esfera pública tuvieran de base el institucionalismo.

Pero a los pocos años, esta noción se fue esfumando. El primer parteaguas se dio tras el 11-S de 2001, donde EUA decide centralizar y ampliar las facultades del poder ejecutivo en torno al presidente de la república, esto con el propósito de hacer frente al reto de los grupos terroristas, que desafiaron la supuesta hegemonía estadounidense. Del 11-S se pasó a las guerras de Afganistán (2001-2021) y de Iraq (2003-2011), la primera de ellas consiguió acabar con la vida de Bin Laden, pero no logró frenar la influencia talibán, cuyo grupo finalmente recuperó el control territorial generando la primera gran derrota militar estadounidense del siglo XXI; la guerra de Iraq por otro lado, aunque fue más bien “un empate”, dejó una severa mancha en la credibilidad de la política exterior estadounidense tras no poderse comprobar la existencia de armas de destrucción masiva, excusa usada para intervenir en Iraq desde el primer momento. Ambas guerras tendrían un costo altísimo para la economía de EUA.

Todo lo anterior, sumado a la crisis económica de 2008 generó que el modelo estadounidense comenzara a ser cuestionado. Unos pocos años antes, en Latinoamérica nuevas fuerzas políticas comienzan a influir nacionalmente desafiando al llamado modelo “neoliberal” que en teoría tuvo de inspiración las políticas económicas estadounidenses. Estas nuevas fuerzas, algunas provenientes de antiguos movimientos políticos, sociales e incluso armados, trataron de incrustarse en las políticas nacionales de cada país. Algunas consiguieron directamente hacerse con el poder, mientras que otras lograron posicionarse como fuerzas políticas importantes. Pero independientemente de esto último, en un primer momento las nuevas fuerzas políticas, prácticamente todas de tendencia izquierdista, a pesar de sus claras diferencias con el modelo estadounidense, trataron, al menos en primera apariencia, de actuar de una forma democrática-institucional, intentando equilibrar los diversos liderazgos a través de un esquema más o menos participativo y con ciertos procedimientos formales para la elección de sus autoridades y candidatos.

Sin embargo, poco sería el tiempo en que estos nuevos movimientos políticos latinoamericanos intentaran consolidarse institucionalmente. La poca experiencia democrática en la mayoría de los países de la región, sumada al peso político de los lideres en el poder, terminaron por “personificar” a estos movimientos y partidos en muchos países latinoamericanos, como por ejemplo lo serían las relaciones entre Lula con el PT en Brasil, Morales con el MAS en Bolivia, y sin duda, el más notorio, Chávez con el PSUV venezolano. Únicamente los partidos y movimientos de izquierda de Chile y Uruguay se exceptuaron de este fenómeno. Lo anterior significó que el movimiento o partido como tal recayera más que nada en un líder fuerte que finalmente daba la pauta tanto en la dirección ideológica como en la praxis política.

Unos cuantos años después, ya no solo fueron movimientos políticos de izquierda los que se deslizaron hacia la personificación política, pronto también movimientos de derecha fueron por el mismo rumbo. El uribismo colombiano y el macrismo argentino así lo demostraron, y el ejemplo más explicito actual es el de Jair Bolsonaro en Brasil, e incluso el “centro” cuenta con una figura que representa a la personificación política a través del presidente salvadoreño Nayib Bukele. Esta “personificación” no parece irse aún de la región, en México el movimiento MORENA muestra que el peso del líder sigue imperando más allá de cualquier intento de institucionalizar el movimiento, la formación del Partido Libre y posterior victoria electoral de Xiomara Castro en Honduras, y la reciente subida en las encuestas del bloque de izquierda colombiano, Pacto Histórico, liderado por Gustavo Petro, son otros ejemplos más sutiles de ello.

No hace falta ser experto en política para darse cuenta de que los votantes y simpatizantes de los partidos de todos estos líderes políticos no brindan tanto el apoyo al movimiento o partido porque representen un proyecto histórico, alguna tendencia ideológica concreta, o por las aportaciones político-sociales que el instituto o movimiento político haya generado durante el tiempo de su existencia, sino que más bien lo hacen por ser el partido o movimiento “del líder”. Incluso esta tendencia, ya ha transcendido a democracias fuera de la región, la elección de Trump en EUA y de Duterte en Filipinas así lo demuestran. Ahora bien, estrictamente hablando, no es que no sea “válido” que esto se geste en la democracia, pero sin duda alguna no deja de ser preocupante.

La personificación de la política más que ser causada por líderes carismáticos que copten el ejercicio democrático-institucional de movimientos políticos y/o sociales, es provocada por la falta de canalización y acción institucional que existen en los distintos países. El agotamiento institucional frente a las múltiples circunstancias que ha venido afrontando el mundo desde el final de la guerra fría, tales como crisis migratorias, guerras regionales, problemas de inseguridad, detrimento socioeconómico, choques étnico-culturales, entre otras, han causado que las distintas ciudadanías empiecen a perder la confianza en las instituciones políticas tradicionales y eso ha hecho que se vuelquen en favor de liderazgos fuertes alejados del viejo tradicionalismo institucional.

Aunque esto no necesariamente significa que los problemas se resolverán, la ciudadanía prefiere correr el riesgo y concentrar el poder más en líderes fuertes que en entidades institucionales. Será difícil predecir que ocurrirá en los años más próximos frente a este fenómeno político, especialmente en la región latinoamericana, donde la democracia es apenas estable. Lo idóneo sin duda sería que la concentración de poder en liderazgos políticos fuertes sea solo temporal, y que estos liderazgos entendieran y asumieran que su trabajo de “estabilizadores” será solo temporal y que deberán reinventar al institucionalismo para adaptarlo a los nuevos retos de este siglo, pero como se acaba de indicar, esto apenas sería el óptimo escenario, no hay certeza sobre lo que ocurrirá. Lo único que resta es continuar con una ciudadanía vigilante y auténticamente informada sobre lo que ocurra en la esfera pública.