Jerusalén, ciudad santuario

Muchos viajeros que recorren ciudades antiguas del Medio Oriente, describen a la Ciudad Santa de Jerusalén, como “el lugar de extraordinaria belleza arquitectónica, añejas historias. (Foto: especial)

Muchos viajeros que recorren ciudades antiguas del Medio Oriente, describen a la Ciudad Santa de Jerusalén, como “el lugar de extraordinaria belleza arquitectónica, añejas historias –trágicas para unxs, épicas para otrxs-, donde coexisten sueños utópicos, mundos perfectos y siglos de estupidez humana”.  Y aún con todo, quien se refiere a ella, pocas veces omite el calificativo de “Santa”.

       En el contexto de la llamada Semana Mayor del calendario juliano, variable según los dictados del ciclo lunar, en alguna ocasión tuve oportunidad de ver un magnífico documental dedicado a “la tres veces bendecida Ciudad Santa, llamada Al Quds en árabe y Yerushsalayim en hebreo.

       La historia registra que Jerusalén empezó sobre una colina, cinco mil años atrás; que la primera ciudad que se construyó parece haber sido una aldea cananea de la edad de bronce, protegida por un muro, que hace relativamente poco sacaron de la tierra arqueólogos, pudiendo con ella calcular su antigüedad.

       Es de llamar la atención cómo ese lugar ha sido punto de unión y desunión de varias culturas milenarias como la cananea, la egipcia, la hebrea, la armenia y la musulmana.  “Ha conocido más de 40 guerras; ha sido sitiada en 20 ocasiones; ha sufrido diez saqueos y dos destrucciones integrales, al ras del suelo.  Literalmente, en esas dos ocasiones, no ha quedado en el lugar piedra sobre piedra”, se menciona.  Así que el acomodo de los restos para construir edificaciones civiles y religiosas se ha dado por parte de asirios, babilonios, egipcios, griegos, romanos, persas, bizantinos, árabes, cruzados, otomanos e ingleses, sucesivamente.

       Las Sagradas Escrituras dicen que Adán habría sido creado en Jerusalén; que Caín mató ahí a Abel; Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac en ese lugar y Jesús estuvo,  murió y resucitó ahí.  A Jerusalén también llegó Mahoma en su yegua Burak.  Y otra situación que la hace especial, es que es la única ciudad en el mundo donde cada quien puede escoger su siglo.

       “Hace unos 2,500 años aparece, por primera vez, el nombre de Jerusalén grabado sobre unas estatuillas egipcias.  Los escribas acostumbraban anotar el nombre de sus enemigos para maldecirlos.  Uno de los textos menciona a Urushalim, respondiendo a una amenaza precisa: la aparición en tierras de Canaán de los hiksos, que llegaron del norte y luego descendieron hacia el Valle del Río Nilo”, cita Ikram Antaki en “El Banquete de Platón”.

       El pueblo judío, durante su larga errancia y aún durante la conquista de la “tierra prometida”, jamás se había fijado en Jerusalén antes de la llegada del Rey David (el del pelo rojizo, bellos ojos y bella cara; que tocaba el arpa, componía salmos y que venció al gigante filisteo Goliat con su honda”), quien hizo de la ciudad una verdadera capital religiosa y política, sembrando ahí la base que será, durante tres mil años, la principal característica de la religión judía: una identificación entre la ciudad, el pueblo y Dios.

       Al instalar ahí el Arca de la Alianza, David hace de Jerusalén el lugar de la identidad nacional que conformará su poder monárquico y transforma el judaísmo –religión de nómadas-, en una religión de sedentarios.  Desde entonces, para los judíos, Jerusalén –también llamada Sión- será más que una Ciudad Santa y se convertirá en la ciudad de la memoria.

       Cuando Roma dominó aquellos lugares, Jerusalén fue incendiada y sus habitantes masacrados o exiliados, perdiendo también su nombre, pues como ciudad romana se llamó Aelia Capitolina.

       En el siglo IV de nuestra era, vuelve a nacer como ciudad santuario de un nuevo cristianismo que había pasado a ser religión oficial del Imperio Romano (irónicamente), después de la conversión del emperador Constantino en Bizancio.  Esta Jerusalén bizantina, se convertirá en el mayor centro de peregrinación del Imperio.

       En el año 514 sufre una brutal invasión: los persas, en lucha contra Bizancio, toman la ciudad y, una vez más, la destruyen.  El rey persa Crosroes lleva la Santa Cruz a su capital, Ctesifonte, siendo devuelta en el año 630 por Heraclio de Bizancio.

       Finalmente, para todo buen musulmán, Jerusalén es la tercera ciudad santa del Islam, después de La Meca y de Medina.  Es también la ciudad donde ocurrirá el juicio final –según las Escrituras-. Por ello ha sido integrada al mundo islámico, a la vez que Siria y el resto de Palestina, desde la primera conquista en el año 638.

       Durante cuatro siglos, Jerusalén o Al Quds, su nombre original) fue lugar de peregrinación para todxs, hasta que en el siglo XI el Papa Urbano II predica la primera cruzada para “liberar la tumba de Cristo”.  En 1099, el saqueo latino se inscribe en las crónicas: “Durante dos días, los cruzados masacraron, hasta que no quedó un solo musulmán o judío vivo.  Cuando se cansaron de matar y de caminar en la sangre, se fueron a rezar al Santo Sepulcro”.

       Hay quienes dicen que Jerusalén está hinchada de huesos y de sangre y que cuesta respirar su aire, cargado de lamentos y oraciones.  Es un lugar fascinante que muestra, con cruda realidad, lo que resulta de la intolerancia humana.  Jerusalén es el punto central del conflicto de Medio Oriente, puesto que los palestinos desean que el sector oriental de la ciudad, capturado por Israel en la guerra de 1967, se convierta en capital de un futuro Estado.

       Actualmente, el mítico sitio es el corazón de dos nacionalidades y tres religiones que no han logrado una convivencia pacífica durante muchas generaciones.

       En estos días en que se impone una seria reflexión de lo que somos y hacemos como seres humanos (dotados de inteligencia, se supone), cobra mucho sentido el mensaje y sacrificio de Jesús, el Nazareno… sobre todo, recordando la estremecedora frase dicha durante su agonía: “Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen…”.