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Camino al abismo

La humanidad tiene un particular gusto por caminar entre ruinas, es una obsesión que nos ha acompañado a través de los siglos. (Foto: especial)

Pueden pensar en que el pesimismo ha tomado el control de esta nota. Lo cierto es que tampoco hay grandes acontecimientos que nos indiquen lo contrario, es decir, que debamos celebrar el optimismo. La realidad es una suerte de tormenta permanente que debemos atravesar sin la certeza de que logremos estar a salvo.

Existen dos planos que son cruciales para valorar la ruta que estamos siguiendo como humanidad. El primero, tiene que ver con la durabilidad de las prácticas reales de la violencia y la paz entre humanos y entre naciones; el segundo, está relacionado con las prácticas de coexistencia vital, de respeto o destrucción de la humanidad sobre la naturaleza.

Ambas prácticas, si observamos con detenimiento, no se inclinan siempre en favor de los mejores valores, y cuando lo hacen su temporalidad es muy corta, son floraciones breves si se les compara con los largos períodos de turbulencia, sufrimiento y destrucción.

La humanidad tiene un particular gusto por caminar entre ruinas, es una obsesión que nos ha acompañado a través de los siglos. Porque ruinas son las que quedan de la inhabilitación premeditada para resolver las discordias de la convivencia entre humanos y entre naciones, y ruinas son las que quedan de su anhelo por someter toda manifestación de la naturaleza.

Nuestras pulsiones violentas y destructivas predominan sobre todo flujo compasivo, sobre todo amor respetuoso, y, además, nublan la memoria de la experiencia histórica.

Tal vez, algo mejor aprenderíamos si la historia la estudiáramos como la historia de la codicia, de la egolatría y de la ambición, o la historia de las guerras, los criminales y los ecocidas. Si nos detenemos un poco en pensar este fenómeno nos encontraremos con que el furor y pasión que alimenta la violencia de la guerra es el mismo que alimenta la violencia ecocida, ambos tienen el mismo propósito, la destrucción y sometimiento de los otros y la destrucción y sometimiento de lo otro (la naturaleza), en aras de un bienestar y una seguridad idealizados.

El mayor engaño que está contenido en la metáfora de las historias oficiales es el de hacernos creer que las pesadillas del pasado no volverán a repetirse y que el presente y el futuro están a salvo ahora en manos de los políticos en turno. Es una metáfora que desde luego está amasada con la levadura de la ideología y aderezada con opio propagandístico para no mirar en el presente las mismas y feroces pulsiones que en el pasado condujeron a la destrucción y la muerte del otro y de lo otro.

Pero están equivocados, estas pesadillas que se reeditan eternamente suelen ser peores y siempre nos toman por sorpresa porque nos enseñaron y domesticaron en la idea de que la historia es un infinito progreso. Lo cierto es que ahora tenemos mayor destrucción de vida natural al punto de que la civilización enfrenta, como nunca, el riesgo de la sobrevivencia por el cambio climático; ahora tenemos mayores riesgos de guerra mundial con armas de exterminio total. El discurso de la historia como progreso nuevamente se derrumba ante nuestros ojos, pero una cortina de humo generada por las ideologías tratará de hacernos ver que el progreso sigue en pie.

Si hiciéramos caso de los eventos que destruyeron civilizaciones en el pasado encontraríamos en sus ruinas las advertencias de los sucesivos colapsos civilizatorios. Miraríamos el ejercicio destructivo del furor guerrero y también el furor insensato en la apropiación de la naturaleza. Esa es la lección que la humanidad no hemos aprendido, es una asignatura que reprobamos una y otra vez, de tal manera que hoy nos encontramos caminando hacia el abismo.

Caminamos a la guerra y al ecocidio sin mayores remordimientos más que aquellos que dictan las normas que nos instruyen en la corrección para guerrear y en el procedimiento para disponer de la naturaleza. La humanidad no hemos llegado al nivel en que por ética vomitemos la guerra y la rechacemos con toda la fuerza de los más elevados instrumentos civilizatorios de la política, el derecho y la compasión; tampoco hemos llegado al punto en que vomitemos el ecocidio en aras de nuestra propia existencia, la de los demás, y por apego al amor a lo que no es humano y que convive con nosotros en el mundo.

Vamos al abismo y no nos percatamos de ello. Admiramos y alentamos la violencia creyendo en que es la solución a algo; admiramos y alentamos el ecocidio en la creencia de sostener un estilo de vida que pensamos es irremplazable.

La alternativa, la toma de conciencia, es aún una meta difícil de alcanzar. Casualmente emerge con fuerza ante la cercanía o presencia de la tragedia. Mientras más cercana la guerra a nuestras vidas y más próximo el ecocidio a nuestro hogar mayor el interés por comprender las causas y las consecuencias y mayor la disponibilidad social para actuar.

Esta manera de reaccionar, sin embargo, podría no corresponderse con las acciones preventivas que el mundo actual necesita para que la marcha al abismo se detenga. Es decir, para detener la guerra y frenar el ecocidio.

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