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La estrategia de la pinza

Andrés Manuel López Obrador. | Fotografía: Twitter.

La niebla de la posverdad ya no es suficiente para ocultar el fracaso del gobierno federal. Por decisión propia agotó sus oportunidades. Para hacer frente a lo que le resta de gobierno y para tratar de poner a salvo la sucesión solo lo queda la pinza: clientelismo y terror, al viejo modo de los regímenes priistas.

Carente de toda autocrítica se ha asumido como dueño de la verdad anulando cualquier oportunidad de corrección; la incontinencia verbal y la ocurrencia han precipitado a su gobierno a contradicciones e incongruencias incontables; ha hecho del simplismo y la confrontación los pilares de una gobernabilidad tejida con frágiles y explosivas emociones. Pero ha sido un estilo ineficaz e ineficiente para alcanzar resultados.

Existe una diferencia clara entre querer gobernar y ser gobierno. Lo primero es discurso, propaganda y construcción de utopías, y para ello se necesitan habilidades comunicativas, ganar simpatizantes y…  ganar elecciones.

Para lo segundo, gobernar, se necesitan otro tipo de habilidades, como saber administrar los recursos públicos para atender las necesidades sociales, amén de las capacidades para consensuar y generar gobernabilidad. Es decir, saber alcanzar resultados positivos para todos.

Con clima excelente comenzó la andanza del gobierno federal en el 18. La propaganda de la utopía antisistema logró un apoyo extraordinario como no había ocurrido. Era obvio, se esperaban resultados portentosos que transformaran radicalmente las penurias de los mexicanos. Paradójicamente las vicisitudes de la andanza lo han llevado a convertirse en lo que tanto cuestionaba.

Se quiso creer que con la misma eficacia con la que había promovido la convocatoria para sufragar se abordarían las tareas del gobierno. Y prácticamente lo tuvieron todo, respaldo apabullante, una oposición debilitada y una mayoría legislativa en ambas cámaras. Sin embargo, a más de la mitad de la administración, la realidad confirma un vacío de resultados que trata de ser llenado con frivolidad y estridencias.

Más allá de los enormes esfuerzos propagandísticos presidenciales para imponer en la opinión pública una verdad oficial, empeñada en ocultar el fracaso, la realidad emerge escandalosa contradiciendo la doctrina de la relatividad de los datos.

La narrativa oficial pasó de ser una visión disruptiva frente a los problemas nacionales a una narración conservadora que justifica o niega las realidades que siguen ahí, pudriéndose más. Una condición que se agudiza por el talante presidencial centralista, autoritario y obsesivo que se niega a corregir la ruta.

Las incapacidades no se pueden ocultar. Sus dolorosos efectos están presentes en todos los grupos sociales.  No ha podido resolver de fondo la corrupción, la inseguridad, la pobreza, el bajo crecimiento económico, la crisis ambiental, la debacle educativa, la crisis de la salud, el acceso a la justicia, además de la militarización que pone en peligro la democracia o el desmantelamiento de las instituciones y el debilitamiento del Estado de Derecho. Los pretextos para no hacerlo son racionalmente insostenibles.

El temprano declive de la administración federal —ocasionado por la falta de voluntad y talento para realizarse como gobierno y no por falta de recursos y apoyo popular— ha precipitado los tiempos políticos. Al habitante del palacio le ha parecido que la carencia de oficio de gobierno se le puede reemplazar también con matracas y mítines.

La claudicación a la responsabilidad constitucional de proteger a la sociedad de los criminales es y será una de las atrocidades que mayor costo le acarrearán en lo que resta del sexenio. Más allá del 24 su horizonte se antoja complicado, por decir lo menos.

Perdió la oportunidad de demostrar que su eficacia no se limitaba al campo de la campaña política y que podía ser un gran gobernante tal y como lo presumía en sus pretensiones de estadista mirándose al lado de Cárdenas o Juárez, Pero, ya no pudo ser y no será.

Incluso sus afanes releccionistas —que primero pintaban con seriedad, para preocupación de los demócratas—, ahora se expresan de manera caricaturesca. En realidad, tales afanes ya son imposibles a pesar de la pinza política que ha armado con los recursos y las instituciones del Estado. 

Con la pinza estaría apretando a amplios sectores de la sociedad. Con el clientelismo, lubricado con cuantiosos recursos, ha formado una base electoral firme, y con el terror, ejercido a través de las instituciones, barre y amedrenta a los opositores.  Al campo de esa pinza empuja a todos desde su creencia maniquea: o servidumbre leal o enemigo absoluto.

Ante el fracaso de su gobierno le queda un recurso crucial: el Maximato político. Este personalísimo proyecto ya está en marcha con los que él llama “corcholatas”, y será la vía que le quede para transitar el final del sexenio. Un final que se observa difícil. El Maximato, a la vez, es un instrumento para renovar la narrativa de que es necesario otro sexenio para demostrar que su utopía sí puede producir un gobierno eficaz y eficiente, o sea, para reciclar la esperanza.

 La pinza —pan y garrote—, que es la única construcción eficiente que se ha hecho en esta administración, le puede asegurar por la vía del clientelismo una base electoral entre los beneficiarios de los programas como ya se ha demostrado. Con la otra parte de la pinza, el terror institucional (UIF, FGR, SAT) y para institucional (el alineamiento político del crimen organizado) —que también se ha puesto en práctica con singular eficacia— podrá aplacar opositores y también disidentes de su propio partido.

Sin embargo, nada está escrito, las tendencias de la vida política se mueven con vertiginosidad caótica difícilmente predecibles. Lo cierto es que este gobierno en lugar de legarnos certezas y soluciones nos estará heredando mayores incertidumbres y conflictos más profundos.

Una posibilidad es que la pinza sea inocua frente a la magnitud de la descomposición nacional; pinza que puede ser superada por la afirmación cívica de independencia, como reacción al tribalismo político regresivo que se pretende imponer a una república cuyos valores no han sido quebrados aún.

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