La justicia ambiental o el sueño de los justos

El 28 de junio pasado se cumplieron 23 años de que se estableció en el artículo 4° de nuestra Constitución Política el derecho que a un medio ambiente sano tiene toda persona para su desarrollo y bienestar. (Foto: especial)

El 28 de junio pasado se cumplieron 23 años de que se estableció en el artículo 4° de nuestra Constitución Política el derecho que a un medio ambiente sano tiene toda persona para su desarrollo y bienestar.

Durante este casi cuarto de siglo la federación, las entidades y los municipios han promulgado una cantidad importante de leyes y bandos con el propósito de hacer valer este derecho general. Se han ajustado todo tipo de normas a los principios de sustentabilidad, cuidado, protección y regeneración del medio ambiente.

Si se hiciera un inventario de todas las leyes que buscan proteger al medio ambiente y el derecho a un medio ambiente sano nos encontraríamos con una cantidad encomiable. Prácticamente no existe una actividad, ya sea económica, educativa, cultural, de recreación, cultural, política, etc., que no tenga entre sus normas pinceladas de regulación ambiental.

Habiendo tan prolija cantidad de normas en esta materia, que supondría un alto nivel de cuidado de la naturaleza, una contención de delitos ambientales y una ruta vista a los ojos de todos para la recuperación de ecosistemas, sorprende que la realidad camine en un sentido diferente.

La abundancia de normas ambientales generadas a lo largo de estos 23 años no ha supuesto la garantía al derecho ambiental de los mexicanos. Las prácticas ecocidas, que por lo regular son promovidas por agentes económicos poderosos —que mientras más poderosos más ecocidas—, no han sido frenadas y frente a ellas las instituciones de justicia se han mostrado o bien omisas, complacientes o permisivas.

La cantidad no siempre implica calidad. En este cuarto de siglo la voluntad de los actores políticos no se ha traducido en actuaciones firmes y eficaces para detener, ya no se diga revertir, el daño progresivo a los ecosistemas y por ende con perjuicio para el derecho ambiental. Tenemos muchas leyes, muchas declaraciones, pero poquísimas acciones.

Hasta ahora la justicia ambiental ha dormido el sueño de los justos. Mientras duerme se arrasan bosques, selvas, se hace cambio de uso de suelo, se contaminan ríos, lagos y mares, se saquean y cazan especies con afanes comerciales. Esta tolerancia a la destrucción ambiental proviene de una creencia pragmática, pero de alto riesgo, que privilegia los indicadores macro de las economías regionales o nacional olvidando los datos duros de las consecuencias climáticas a largo plazo y los efectos en la salud y acceso al agua y a alimentos de las poblaciones.

El suicidio ecológico, como virtud del progreso, es el paradigma que abrasa y justifica las prácticas productivas no sustentables. Ante este fenómeno, que prospera en la cultura de nuestra sociedad, la justicia ambiental aparece rezagada y distraída de su deber ético. La justicia ambiental a 23 años debería ya haber establecido una sólida y activa cultura en pro de la naturaleza, lamentablemente no lo ha hecho.

Socialmente la cuestión ecológica y el derecho ambiental se asumen como asunto secundario, no prioritario, como cosa romántica, espiritual, preocupación de algunos académicos y ciudadanos. No se aprecia, como de hecho es, un riesgo generalizado salvo focalizaciones en donde los conflictos sociales suelen estallar de manera dramática.

Ante la ausencia de un discurso y una práctica gubernamentales que coloque la agenda del derecho y la justicia ambiental en el debate público, serán los hechos fatales los que por necesidad ocasionarán conciencia. La expansión del estrés hídrico que ya afecta con regularidad zonas del norte y comienza a sentirse en el sur del país será motivo, como lo está siendo, de una reacción social que alimentará el debate sobre el multi mencionado derecho a un medio ambiente sano.

Hasta ahora los agentes productivos que hacen fortuna a expensas de la naturaleza no han encontrado mayores obstáculos en las instituciones de justicia para contener sus ambiciones económicas. Una prueba clara de ello es que en los últimos 30 años Michoacán ha perdido más del 68 % de sus bosques y la inmensa mayoría de esos ahora son huertas toleradas en la ilegalidad. Este solo dato coloca al sistema de justicia ambiental en entredicho.

“Obedézcase, pero no se cumpla” —la ancestral norma política de la época del virreinato que salvaba la figura del rey y los interese particulares— sigue siendo vigente. Quienes siguen destruyendo bosques y haciendo cambio de uso de suelo se atienen a esta máxima histórica, saben que la ley se obedecerá, pero en su caso no se cumplirá, por eso hemos perdido el 68 % de los bosques.

A 23 años de establecido en la Constitución el derecho a un medio ambiente sano es imprescindible una valoración crítica de la actuación del sistema de justicia mexicano para lograr la justicia ambiental. Lo que está a la vista es un desastre y debe corregirse.