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El placer de la normalización

Cuando una sociedad llega al punto máximo de normalización es porque revirtió su visión crítica al punto en que asume la tragedia como espectáculo, como diversión. (Foto: especial)

La incertidumbre y la angustia, naturales y necesarios en una sociedad imperfecta, han sido y seguirán siendo la condición en que vivamos en cualquier tiempo. Es una condición de la cual sólo se puede escapar por momentos fugaces, y al final a través de la muerte.

Las sociedades hemos inventado las leyes, los gobiernos, las costumbres y el mito de un futuro paradisíaco para sentirnos seguros. Estos factores de optimismo mitigan nuestro sufrimiento ante los peligros que nos acosan.

La modernidad nos ha ofrecido sus poderosos instrumentos tecnológicos como un medio eficiente para estirar los buenos tiempos y encoger los malos. Sin embargo, estos instrumentos han fracasado una y otra vez frente a la condición humana que es indómita, compleja e impredecible.

Las aplicaciones de la tecnología se han propuesto, más allá de la comodidad, la comunicación en tiempo real, los tratamientos médicos eficientes, la producción alimentaria global, la generación de nuevos saberes, ser fuente de placer segura para atenuar la angustia que nos viene de esta realidad caótica.

Esta realidad punzante es el eslabón roto de la cadena que sujeta nuestra estabilidad y placer; es una realidad que día con día cuestiona la funcionalidad de nuestras leyes, gobiernos, costumbres y mitos paradisiacos. Este eslabón roto ha ocasionado una respuesta emergente que busca estabilizar nuestras aspiraciones por lo placentero frente al mar crispado de realidades que nos lanzan a la deriva.

Esta respuesta, no necesariamente novedosa en la historia, pero sí mil veces más eficaz en los medios empleados, ha tenido un éxito incuestionable. La respuesta se llama normalización y su eficaciaéxito radica en que ajusta las subjetividades para que las personas puedan tolerar y hasta admirar las estridencias de la catástrofe, la muerte, el mal gobierno, la ignominia humana y el absurdo.

 Usando términos clásicos diríamos que se trata de un proceso de enajenación que suplanta la actitud crítica de los ciudadanos por visiones de conformidad y gozo con lo existente.

Si bien es cierto que la normalización actúa como analgésico de las conciencias y que las personas se sienten a gusto porque les quita el dolor y la angustia de reconocer las realidades que les hieren, lo cierto también es que los problemas no por ello dejan de existir, más bien se agudizan.

La normalización, no obstante, no es un evento de origen espontáneo, perdido en el anonimato de miles de causalidades y articulado por las tecnologías de la comunicación y otras. Las tecnologías son, después de todo, instrumentos, medios para el uso humano.

Los procesos de normalización se originan en el poder, con mayor prevalencia del poder político que tiene la posibilidad de articular discursos y narrativas que pueden ser operadas a través de las instituciones. El beneficiario inmediato de un acto de normalización es el poder político que de esa manera anula el filo crítico de una sociedad frente a cuestiones que exhiben su omisión o ineficacia como gobierno, por ejemplo, el cambio climático, el cambio de uso de suelo, la crisis por el agua, la prevalencia del crimen organizado, la ineptitud, la corrupción, entre otros.

Cuando una sociedad llega al punto máximo de normalización es porque revirtió su visión crítica al punto en que asume la tragedia como espectáculo, como diversión. Llegado a este nivel el poder ha alcanzado su propósito de desarmar todo cuestionamiento. Lo interesante de este fenómeno es que la sociedad se siente satisfecha porque el analgésico ha sido eficaz para curar su angustia y desazón, con seguridad entonces, pedirá más analgésico para prolongar su estado de placer ante la tragedia constante.

El espectáculo, como analgésico, se configura a la manera del sueño de los alquimistas, convertir el plomo en oro. Así se convierte la muerte en morbo y gozo, la ingobernabilidad en imágenes coloridas, la ineptitud en una tragicomedia para el disfrute público, el acto de gobernar en un acto circense, la mentira en una ocurrencia para la carcajada, el fracaso en un aplauso festivo.

Con todo y la enorme eficacia de los medios para lograr la normalización, que sirven para el ejercicio y mantenimiento del poder por algún tiempo, su eficacia no puede ser permanente. La realidad real, esa que se expande bajo los pies de la humanidad terminará, más temprano que tarde, minando y socavando el piso más sólido y tendrá por fuerza que ser sentido y atendido. Normalizar el cambio climático, la letalidad del crimen organizado, la ineptitud de los gobernantes, la corrupción de un país, la guerra, el hambre, no significa resolver, significa posponer y agravar.

Al final el placer de la normalización terminará siendo solamente dolor. Y nos daremos cuenta de que debemos buscar otras vías para atenuar nuestra angustia y alcanzar al menos una brizna de felicidad, y deberá ser una vía realista pero eficaz a partir de la intervención libre y valerosa de todos. Esa vía pasa obligadamente por el ejercicio de la libertad, que es el principio para demoler toda normalización.

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