Prácticas desnaturalizadas

Un análisis en 131 mujeres embarazadas y en periodo de lactancia mostró que transmiten inmunidad a sus bebés mediante la placenta y la leche materna. (Foto: especial)

Apenas en este último decenio es cuando se está hablando de manera más abierta y con mayores argumentos científicos, de los abusos que sufren las mujeres embarazadas durante el acontecimiento que puede llegar a marcar su propia existencia: el parto.  Que significa, traer al mundo a un ser único, irrepetible… y que desde su nacimiento puede sufrir daños irreversibles en su integridad, debido a las malas prácticas médicas, mismas que han incorporado a los servicios de salud en los terrenos de la oferta y la demanda mercantiles.

       Se habla de que esos abusos que sufren las mujeres parturientas, responden a problemas estructurales, como la sobrecarga de trabajo en los servicios de salud y las deficientes condiciones laborales de médicxs y enfermerxs; además, con el agravante de un “aprendizaje” personal del maltrato y la violencia de género que se reproduce en los hospitales, lo que resulta inaceptable, éticamente hablando.  Muchas mujeres sabemos que esos abusos, humillaciones y en general malos tratos que reciben las mujeres en trabajo de parto, es un problema grave y creciente en México y en América Latina.

        Desde los años 80, cuando tuve oportunidad de conocer el Libro de las Mujeres de Boston, creció mi interés por saber y entender por qué nuestra salud y sobre todo en el caso de nosotras, mujeres, se encuentra en manos de médicos que por lo general son varones. A finales de esa década, ya siendo madre de un hijo, un bello libro (cuyo título no recuerdo) dedicado a las madres primerizas, documentaba: “La maternidad es una esfera vital a través de la cual se van organizando y conformando nuestras vidas.  Esta condición atraviesa categorías como la edad, la clase social, la opción sexual, la etnia o las creencias religiosas.  En nuestras sociedades, los procesos de embarazo, el parto y el posparto se han ido convirtiendo en procesos ajenos a las mujeres y esto, debido al hecho de que el cuerpo de las mujeres se ha ido convirtiendo en un objeto por y para otros”. Debo aclarar que la frase anterior, la he conservado en una de las muchas “agendas” que acompañaron mis aconteceres.

       En la década de los noventa, cuando conformamos un grupo de mujeres con el que contribuimos a detectar los altos índices de violencia contra mujeres en el Municipio y la Región, acompañamos nuestras charlas y talleres, con enfoque de género y especial atención a la salud integral.  Esto nos llevó a reflexionar cómo, socialmente y, sobre todo para las ciencias médicas, las mujeres nos convertimos en portadoras del vientre y no en sujetxs activxs de dichos procesos. Entendimos que el parto y el posparto han sido catalogados como procesos patológicos, al extremo de que han perdido su carácter de hechos naturales, para convertirse en “eventos estrictamente médicos”… que arrebatan y controlan el poder de las mujeres.

       Años después, cuando participé como Aval Ciudadano para los Servicios de Salud (como integrante de nuestra A.C. “María Luisa Martínez”) en el Hospital Regional local, realizando encuestas a pacientes y acompañantes usuarixs del servicio de urgencias, pude detectar que muchas parturientas ingresaban por este servicio para recibir a sus criaturas en este hospital, siendo canalizadas de comunidades aledañas y de otros municipios cercanos.  Una de esas mañanas, logré entrevistas a familiares acompañantes de cinco mujeres parturientas.  En algunos casos, aún no llegaba el alumbramiento, así que en tanto aguardaba a quien me pudiera informar acerca del tiempo de espera para ingresar al servicio, o del trato o la información recibida de quien les atendía, estuve charlando con varias mujeres de comunidades tan diferentes como Cuanajo, Felipe Tzintzún, Chapultepec, Ario de Rosales o Tócuaro.  Todas, familiares de las jóvenes madres (de entre 18 y 25 años), que, habiendo ingresado en diferentes horarios, se encontraban hospitalizadas desde un día antes o durante el transcurso de esa mañana.

       Tres de estas mujeres ya habían sido sometidas a cesáreas, una cuarta estaba siendo preparada para el mismo procedimiento y sólo una de ellas tuvo un parto normal.  Para esas fechas, yo aún no solicitaba datos del porcentaje de nacimientos por cesárea, y poco después nos enteramos (por otros medios) de que por lo menos dos de cada cinco mujeres parturientas, en esa época, se veían sometidas a esta intervención quirúrgica.

       Recuerdo a una mujer mayor de Cuanajo que empezó la plática, diciéndonos que su nieta había tenido un embarazo normal y que estuvo acudiendo a la clínica de la comunidad con regularidad; que el día anterior comenzó con el trabajo de parto y fue canalizada al hospital porque detectaron que el niño tenía enredado el cordón umbilical, por eso la necesidad de la cesárea.  La mujer (que resultó ser la abuela de la joven madre) se veía un poco apesadumbrada al contarnos esto.  Luego entendí el por qué, cuando explicó que ella había sido partera durante mucho tiempo y que incluso, cuando el nacimiento de su último hijo (el séptimo), ella ayudó a colocarlo en la posición correcta, pues venía invertido, utilizando sus conocimientos y sus propias manos, trabajo que le llevó casi ocho horas.

       Esto dio pie para que varias de las mujeres (unas 7 u 8), iniciaran una serie de comentarios y reflexiones que llamaron mi atención: la mayoría, que eran mayores de 40 años, estaban convencidas de que “no es tan bueno de que haya tantos nacimientos por cesárea”.  Algunas hasta llegaron a afirmar que “es por lo que hoy comen lxs jóvenes” el que haya tanta dificultad para tener a lxs hijxs.  Se habló de que las madres jóvenes ya no escuchaban consejos de las mayores, de que se pasan mucho tiempo sentadas y no les gusta caminar; de que a menudo no se alimentan correctamente porque “no quieren subir de peso” y de que “no está bien ver tanta televisión”.  Me pregunto que opinarían hoy, que cada joven (de ambos sexos), no se despega del móvil, a ninguna hora y en ningún lugar.

       Mientras esto sucedía en la sala de espera, vino alguien a llamar a la madre de la última parturienta, que teniendo ya cinco hijxs, al momento de prepararla para la intervención quirúrgica, se le preguntó si deseaba que se le colocara el dispositivo intrauterino… entonces corrieron los familiares a hablar con el esposo (que se encontraba “al otro lado”) para consultarlo.  La respuesta que dio, y de la que todxs nos enteramos, fue un rotundo “no”. 

       La señora de Cuanajo se despidió al llegar el esposo de la nieta, con ropa para el recién nacido.  Ya más reconfortada, nos dijo que lxs dos (madre y niño) estaban bien y que tal vez al día siguiente pudieran regresar a casa.

       Hoy recordé que, en varias ocasiones, platicando con una amiga médica tradicional, afirmaba que los partos dolorosos (y quirúrgicos) están íntimamente relacionados con la falta de confianza de las mujeres hacia su propio cuerpo y organismo: su integralidad.  Yo agregaría que ello obedece al control que se ha ejercido hacia cualquier práctica y conocimiento natural.  Sin embargo, veo con esperanza a tantas mujeres que están sacudiendo esa desnaturalización.