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Eso que llamamos senectud

La población senil en general, como lo atestiguan los frecuentes reportajes en los diarios y otros medios, se encuentra casi en el desamparo. | Agencia de Comunicación Gráfica

Sinceramente, me encuentro en desacuerdo con los términos que se utilizan cuando alguien se refiere a personas que, como una servidora, hemos traspasado los sesenta años: “adulto mayor”, “abuelita”, o “madrecita”, son los más recurrentes.  Y seguramente lo más grave es cuando una se llega a enterar que tras esas denominaciones, llegan a existir pensamientos verdaderamente discriminatorios, en ocasiones emanados de personas que, aún rebasando la sexta o séptima década, se piensan “a salvo” de los años, recurriendo a cirugías, gimnasios, o colocándose tras el volante de cualquier máquina trasladante.

       Con frecuencia me asalta la pregunta de cómo se referirían esas personas a mi señor padre, que llegó a su 98 aniversario, debilitado físicamente por una fractura de cadera, pero en pleno uso de sus prodigiosas facultades mentales y viviendo su día a día, física y mentalmente activo.  Y también traigo a la memoria a mi amiga Consuelo (hoy mayor de 85 años), quien compartiendo sus experiencias ciudadanas en la capital del país, me dijo en alguna ocasión:  “Llegar a la senectud con buen ánimo, no resulta tan sencillo en sociedades como la nuestra, sobre todo porque (como tantas cosas de la vida) no se nos enseña desde la infancia.

       Por ello no llega a sorprender que estos días de “festejo” o conmemoración para “adultos de la tercera edad” en el país, si bien nacen con el propósito de reflexionar en torno al tema, muchas de las ocasiones se convierten en campañas publicitarias, o para que por todos los medios posibles, las instituciones encargadas (de asuntos de la mujer, de niñxs y adolescentes, del medio ambiente, etcétera) se vuelquen en declaraciones, alabanzas y reflexiones que no llegan a concretarse en prácticas o auténticos compromisos; y en el caso de los “adultos mayores”, en felicitaciones hacia una etapa ineludible en la vida de todo ser humano que, irónicamente, muchxs funcionarixs y políticxs llegan a despreciar.

       Ajenos al mensaje de las letras y las declaraciones, y sin ninguna cobertura de “protección”, se sabe que existen en el país un poco más de seis y medio millones de ancianxs y que esta cifra, aún después de la pandemia, ha venido incrementándose, aunque estos datos y estas fechas no suelen contabilizarse de manera muy precisa, ya que las políticas públicas no pueden cambiar el hecho de que en México la senectud resulta una etapa francamente decadente en muchos sentidos.

       En el país, los 60 años es la edad en que se inicia “oficialmente” la ancianidad.  En Estados Unidos, se inicia a los 65.  La esperanza máxima de vida para un anciano varón mexicano es de 67 años y para las mujeres 70; en tanto, en los países nórdicos, para ambos casos, pasa de los 75 años.  Quince por ciento de los ancianos que se estima hay en nuestro país, se encuentran inválidos o padeciendo enfermedades crónico-degenerativas y una gran mayoría de ellos carece de hogar, atención y cuidados.

       Curiosamente, el principal orgullo de las instituciones de salud en el país es el “incremento en la esperanza de vida”, aunque no mencionan qué se hace para mejorar la calidad de esa existencia o “tiempo extra de vida”.  Por ejemplo, las mujeres que trabajan en el servicio doméstico o del hogar, y en el caso de los varones: los albañiles y los jornaleros, laboran toda su vida sin ningún tipo de protección social, con magros ingresos económicos y sin pensión alguna que les permita vivir dignamente.

       A contraparte, en el campo, todavía en años recientes, en comunidades indígenas y en algunos lugares de provincia, todavía podemos observar el respeto y las atenciones que se les brindan a las personas mayores, lo que les permite gozar de mejor salud mental y física.  Cosa diferente sucede en las grandes ciudades, donde por lo regular todos los miembros de las familias tienen tan variadas ocupaciones y horarios tan apretados, que los “abuelos” y las “abuelas” llegan a resultar un verdadero estorbo (salvo si todavía se encuentran aptos para cuidar a lxs menores), por lo que no es raro encontrarles deambulando por las calles, plazas y jardines públicos, “para pasar el día y llegar a la casa sólo a dormir”.

       En las ciudades, el respeto se diluye, es tragado por las prisas, las nuevas formas de relación en la familia, el individualismo y el egoísmo.  Pocxs ancianxs más afortunadxs, encuentran en los clubes de la tercera edad los sitios de reunión de sus iguale, para distraerse y convivir.  No hemos sido capaces, como sociedad, de crear en cada colonia o fraccionamiento, en cada barrio, un sitio de encuentro y participación que nos permita reconstruir el malgastado “tejido social”.

       La población senil en general, como lo atestiguan los frecuentes reportajes en los diarios y otros medios, se encuentra casi en el desamparo.  “Ya no son productivos”, -dicen, convencidas, las instituciones y empresas comerciales-.  En cuanto a la interrelación vejez-salud, el problema es también grave, pues apenas si en la ciudad de México se han venido impulsando e implementando políticas adecuadas de tipo preventivo y en la gran mayoría de los Estados aún no existe interés ni voluntad política para hacerlo (sin proselitismo).  La atención que se otorga a esta “especial etapa de la vida” todavía no resulta suficiente en cantidad ni en calidad, y se refleja en el alto porcentaje de ancianxs que se queja de discriminación.  Asimismo, son muy escasos los centros en donde se cuenta con personal capacitado para lidiar con las patologías propias de la senectud.

       Sin duda resulta de suma urgencia e importancia, que en nuestro medio se delimiten programas especialmente diseñados para prevenir algunos males de la senilidad, así como para ofrecer tratamiento y atención dignos.  Indispensable además es la exigencia de desarrollar, entre los prestadores de servicios, cursos y programas permanentes de capacitación basados en un auténtico espíritu de humanidad.

       En la ciudad de México, se ha creado una alianza de instituciones a favor de la tercera edad, desde el año 1996.  Sería provechoso que los gobiernos de todos los Estados atendieran algunas de las recomendaciones emanadas de esa alianza, en el entendido de que redundaría en beneficio de toda la sociedad.  Ejemplo de esas recomendaciones: Generar una cultura de reciprocidad entre generaciones y de dignificación de esta etapa de vida en la sociedad.  Incentivar programas de atención y promoción a la salud en poblaciones con evidentes condiciones de pobreza, con la finalidad de retardar la aparición de las consecuencias negativas de envejecer.  Propiciar una congruencia entre la infraestructura de las instituciones y los requerimientos de la población asistida, entre otras.

       Yo quiero pensar que las nuevas generaciones de funcionarios y burócratas ya están tomando en cuenta que también ellos/as llegarán a ser “adultos mayores” y que pueden lograrlo con mayor dignidad, asumiendo, desde ya, un auténtico compromiso con cada acto de su vida.

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