Inicio Opinión ECOS LATINOAMERICANOS: Entre Cincinato y Julio César. El anhelo caudillista en Latinoamérica

ECOS LATINOAMERICANOS: Entre Cincinato y Julio César. El anhelo caudillista en Latinoamérica

Nicolás Maduro y Nayib Bukele.

Aún sigue sin vislumbrarse un cambio certero en la política institucional latinoamericana. La mayoría de los países democráticos de la región continúan con severas deficiencias en su composición institucional-legal; exceptuando Chile, Uruguay y Costa Rica, el resto de las democracias latinoamericanas apenas logran rozar el mínimo democrático indispensable para que se les considere como tales.

Hay que reconocer también que hay una variación considerable en el esquema del desarrollo institucional-democrático. Por un extremo están las tres naciones ya señaladas, quienes aun con todos sus defectos y rezagos sociales han logrado encausar el ejercicio del poder político por canales jurídico-institucionales oficiales, lo cual incluso les ha permitido combatir de manera exitosa la corrupción –resulta interesante como ninguna de estas tres naciones es expulsora cotidiana de migrantes– y al mismo tiempo obligar a rendición de cuentas a sus autoridades electas.

Existen también  otros casos, por ejemplo Cuba donde solo hay un partido único sin posibilidad de elegir otra alternativa. Así como otros países que hasta hace unos cuantos años eran democracias defectuosas, pero se permitían la alternancia, y que ahora sufrieron un desliz autoritario donde, aunque en teoría siguen permitiéndose partidos opositores al oficial, las elecciones ya han perdido su garantía como factor institucional de transición de poder, ejemplos de esto serían Venezuela, El Salvador y Nicaragua.

Hay también países en los cuales, aunque todavía hay respeto al proceso democrático, hay componentes autoritarios que tratan de impedir un cambio sustancial de autoridades tradicionales, tal como ocurre en Paraguay, Guatemala y Honduras. Finalmente, están las democracias  donde hay más competitividad, pero que sin embargo tienen grandes carencias de institucionalidad lo cual ha impedido un combate exitoso contra la corrupción, como lo serían los casos de Argentina, Brasil, México, Colombia, Bolivia, Panamá, República Dominicana, Perú y Ecuador.

El escenario político para la región es cada vez más complejo, no solo porque Latinoamérica continúa arrastrando los problemas sociales que tenía desde que se dieron las transiciones democráticas a finales del siglo pasado, sino porqué ahora la poca institucionalidad democrática que existe está cada vez más en cuestionamiento.

Ya se señaló que Venezuela, Nicaragua y El Salvador dejaron de ser democracias y pasaron a ser autoritarismos competitivos que ya no tienen ningún tipo de atadura institucional a la que se sujeten las autoridades respectivas. Por su parte Brasil en el período pasado 2018-2022 y Argentina en 2023-y actualidad, eligieron gobiernos que cuestionaron y continúan cuestionando severamente la institucionalidad democrática de su país, aunque no han tenido la fuerza para poder derribarla, aun así es preocupante que existan este tipo de liderazgos políticos.

Es cierto también que la mayoría de las naciones latinoamericanas nunca se han caracterizado por tener instituciones fuertes que restrinjan el actuar de la autoridad y la sometan al respeto a la ley; más bien ha sido todo lo contrario: líderes fuertes con poca o nula restricción tomando decisiones de manera unilateral y con muy poca contestación hacia el ejercicio de su poder, es decir, resabios del caudillismo histórico de la región.

Históricamente, tras la consolidación de los Estados latinoamericanos a comienzos del siglo XIX, el factor de poder resultante para mantener la integralidad territorial de los nuevos países fueron los caudillos. Hombres fuertes, adinerados y de gran carisma, incluso algunos de ellos militares, que normalmente tomaban el poder por asalto y gobernaban de forma completamente dictatorial, hasta que morían o eran derrumbados por la fuerza.

Este esquema de caudillos se generó por la falta de un poder central tras el rompimiento con el imperio español. Los proyectos constitucionales no lograron tener suficiente respaldo y en vez de una república con instituciones sólidas, se tuvieron Estados gobernados por caudillos quienes concentraban todo el poder en torno a sus figuras. Fue hasta que los Estados latinoamericanos consolidaron su estabilidad política a finales del siglo XIX que los caudillos gradualmente empezaron a ceder espacios de poder, aunque en la mayoría de los casos fueron oligarquías nacionales las que quedaron al mando.

En el siglo XX hubo intentos de cambio en el sistema político de la mayoría de los países de la región, sin embargo, en la mayoría de los casos las naciones continuaron bajo control oligárquico. Otras tuvieron una especie de sustitución del viejo caudillismo por una versión más moderna: el llamado populismo clásico latinoamericano de primera mitad del siglo XX, donde ahora un líder fuerte se encargaba ya no tanto de la consolidación del Estado sino directamente de la dirigencia económica y la implementación de políticas sociales.

Pero de nueva cuenta el institucionalismo era un factor que continuó en el olvido, para la mitad del señalado siglo solo Costa Rica, Chile y Uruguay habían apostado por el desarrollo institucional. Esta dinámica del líder carismático fuerte nuevamente se rompería en la mayoría de los países no institucionalizados, ahora a través de dictaduras militares, de partido único o de partido hegemónico.

Después vendrían las transiciones democráticas, y aunque debe reconocerse el logro que implicó traer  la democracia a la región, tiene que también señalarse que prácticamente no hubo intentos por generar nuevas instituciones que canalizaran adecuadamente el poder político.

La región latinoamericana entonces ha quedado acostumbrada a la idea de gobernantes fuertes que ejercen el poder sin prácticamente ninguna restricción institucional salvo por las elecciones. Pero lo verdaderamente problemático es que no ha habido demasiado empuje de la sociedad para que esto cambie, se siguen anhelando gobernantes fuertes que sean eficientes para resolver problemas, en lugar de trabajar para desarrollar instituciones sólidas que cumplan con esa meta.

Es cierto que históricamente ha habido casos donde un líder fuerte arregla los problemas y cede voluntariamente el poder a las instituciones, pero son casos muy raros cuando eso sucede. Más bien lo común es que el líder carismático termine incrustándose en el poder y posteriormente se corrompa, ya incluso ignorando los problemas existentes en su país.

Esta síntesis histórica del líder fuerte con el pueblo recuerda mucho al desarrollo político de dos dictadores romanos: Cincinato y Julio César. Los dos eran patricios, el equivalente antiguo a la nobleza, y ambos vivieron momentos de crisis en su país, pero su solución política fue garrafalmente distinta.

Cincinato a pesar de ser un líder político muy hábil, no era muy susceptible a simpatizar con los plebeyos, no obstante, aceptaba reconocer las leyes que les beneficiaban y en general subyugarse al orden institucional de la república romana. Cuando llegó una amenaza de invasión el senado le pidió a Cincinato que asumiera poderes dictatoriales, los cuales estaban contemplados por las leyes romanas, para hacer frente a la amenaza. Cincinato tuvo éxito combatiendo esta amenaza e inmediatamente consiguió estabilizar su país, y aunque las leyes le conferían seis meses adicionales de poder dictatorial, optó por devolver el poder a las autoridades ordinarias de la república y se retiró a trabajar en su vida privada.

Julio César por otro lado, fue un político muy querido por los plebeyos que tuvo que afrontar otra crisis institucional ahora por parte de los lideres romanos, Pompeyo y Craso, quienes no lograban ponerse de acuerdo para poder administrar la república que acababa de pasar por diferentes problemáticas sociales. César decidió constituir un triunvirato para asegurar la estabilidad; aunque al inició pareció funcionar, finalmente Craso y Pompeyo decidieron dejarlo en segundo plano, ante esto Julio César lanzó una guerra de conquista contra las Galias para obtener prestigio y después marchar sobre Roma para finalmente convertirse en el mandatario absoluto de su país, habilitando una dictadura pero que, a diferencia de la de Cincinato, sería vitalicia, es decir, hasta la propia muerte de César. Finalmente, tras la muerte de este último y una serie de inestabilidades políticas, la república sucumbiría y se erigiría un imperio ahora controlado por liderazgos políticos fuertes en vez de instituciones públicas.

Es interesante esta comparación con los anhelos políticos latinoamericanos. Las pocas y frágiles instituciones políticas en América Latina terminan siempre opacadas por lideres políticos fuertes que no gustan de tener restricciones ante la ley u otras formas oficiales de institucionalización. Es entonces que la población en general procura gobernantes firmes, aunque paradójicamente se desencantan cuando ven que no solucionan las principales problemáticas.

Sin embargo, en lugar de buscar dirigentes que pretendan reformar las instituciones para hacerlas más eficientes, continúan buscando un líder fuerte que logre solucionar los problemas usando la concentración de poder por encima de las instituciones. El ejemplo más claro de esto último es Bukele en El Salvador, quién ha traído una represión nunca vista contra grupos del crimen organizado, y quien también no tiene intención alguna de dejar el poder en el corto plazo ni tampoco de reconfigurar las instituciones salvadoreñas para que justamente no dependan tanto de un liderazgo fuerte.

Hoy en día buena parte de la sociedad en Latinoamérica pide que haya más Bukeles en la región, aun si esto pudiera significar el fin de la poca institucionalidad democrática que existe en el subcontinente. Pero ello es al final producto de una ineficacia estatal que lleva más de cuatro décadas existiendo.

Lo irónico de ello es que justamente ha sido más el liderazgo fuerte y poco institucional el que ha gobernado en la mayoría de los países latinoamericanos, que el propio institucionalismo oficial. Siguiendo esta lógica, buena parte del pueblo latinoamericano pide lo que realmente siempre ha existido en la región, un líder fuerte, pero, contrario a la mayoría de los casos, que sí de resultados en temas que a la mayoría de la gente le preocupa.

Aun así, tal como se indicó, el anhelo por resultados en Latinoamérica genera una paradoja, donde lo idóneo sería tener un Cincinato, alguien que arregle las circunstancias de forma eficiente en el corto plazo, pero que posterior a ello recalibre la instituciones para que funcionen con plena normalidad sin tanta concentración de poder en una sola persona, sin embargo, justamente esta búsqueda por un caudillo de mano dura y eficiente para resolución de problemas, termina por desembocar en la aparición de políticos cesaristas, de los cuales muchos terminan siendo ineficientes, que además buscan perpetuarse en el ejercicio del poder sin ninguna restricción, y que tienen muy poco interés en la creación de instituciones oficiales que resuelvan la problemática social.

Debe entonces admitirse, que parte de la culpa del subdesarrollo institucional latinoamericano no proviene solo de su élite gobernante, sino que la propia sociedad tiene responsabilidad al no exigir y demandar el diseño de instituciones oficiales apegadas al cumplimiento de la ley y más bien apostar por liderazgos políticos fuertes, que muchas veces son incluso anti-institucionales.

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