Escepticismo y mentiras

  “Una mentira, repetida mil veces acaba por ser considerada una verdad”, afirmaba Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda del III Reich. No fue algo que inventara él, simplemente es un hecho que pudo analizar y confirmar al ser el responsable de la maquinaria propagandística de la Alemania Nazi. Sabía, como lo saben muchos políticos, periodistas e investigadores, que la inmensa mayoría de las personas no tienen por costumbre investigar y confirmar  las noticias que escuchan. Son receptores pasivos que, de acuerdo a sus personales filias y fobias,  pueden o no creerlas. Pero si la leen o escuchan en su diario,  noticiero o medio favorito (las misas mañaneras) entonces la noticia adquiere  automáticamente la calidad de “verdad revelada”.

  Es por esto que la persona que desee conocer la verdad debe aprender a pensar por sí mismo, no  creer ni aceptar a priori  todo lo lea y escuche. Su obligación es verificar todo; investigar, hasta estar razonablemente seguro,  y solo entonces considerarlas como verdaderas.

  Recordemos que en el razonamiento auténtico no hay certezas absolutas. Solo existen dos disciplinas que sí llegan a certezas totales, las matemáticas y la lógica; salvo esas dos, todas las demás deben permanecer dentro de los rigurosos límites de la metodología de la investigación, con ensayos y errores.

 Por eso, lo primero que se debe hacer es dudar como mecanismo para aproximarse al conocimiento.  Lo segundo es investigar, verificar, cruzar datos, corroborar que el o los argumentos son producto de un razonamiento correcto y adecuado y no proceden de un error, una especulación o lo que es más grave, de un engaño deliberado, como lamentablemente ocurre en muchas publicaciones con sesgo partidista. Recordemos a Fernando Savater: “Entendemos por mentira no solo la deformación culpable de la verdad conocida, sino también la desinformación culpable sesgada, y la  culpable selección de lo que se dice y de lo que se calla”. Este saco le viene a la medida a varios periódicos, a muchos “analistas” y  un buen número de periodistas que viven de publicar lo que se les indica y callar lo que se les paga por callar.

 En una discusión con argumentación seria, no puede ni debe existir la democracia: La verdad no se establece por mayoría de votos, ni por simpatías ni por aclamación. Todas las argumentaciones y posiciones que cuenten con pruebas y evidencias deben ser examinadas, por más impopulares que sean. La “voz de la mayoría”, “el sentido común” o las personales preferencias no cuentan aquí. Esta es una de las razones para desconfiar del “asambleismo”, que tanto daño ha causado a la sociedad. Basta repasar la lectura de “La rebelión de las masas” de José Ortega y Gasset, donde se nos muestra la facilidad que existe para la manipulación y la proclividad al autoritarismo que pueden tener  algunas minorías.

  Algo muy importante: no se debe entrar a una discusión si no se sabe de qué se discute, ni tampoco si no se tiene suficiente información del tema. Si no hay verdaderos y sólidos conocimientos y  suficiente evidencia detrás de una posición, esta no tiene relevancia. Todos tienen derecho a su propia opinión, pero no a sus propios datos. Es lamentable el espectáculo  de un funcionario, escritor, ministro de algún culto o artista hablando auténticas tonterías cuando opina sobre temas que no domina, o las candorosas y en ocasiones risibles  respuestas del ciudadano común entrevistado en la calle sobre temas de los que solo remotamente ha escuchado. Cuántas veces hemos sido testigos de los dislates proferidos, con toda seriedad, por cotizados conferencistas de inflada reputación, y con la circunstancia agravante de contar con un auditorio debidamente seleccionado, sensibilizado y predispuesto a creer cualquier argumento acorde con sus ideas, en estos casos el resultado es desastroso, pues se habrá contribuido a la desinformación. Claro está que en ocasiones la desinformación es precisamente lo que se busca,  pues la transmisión sesgada, parcial y distorsionada de datos es una manera muy sencilla de manipular la opinión del auditorio.

  Recordemos algo elemental: no todo lo que se escribe es cierto, ni todo lo que se publica es imparcial.

  Dudemos y verifiquemos, si el dato no se corrobora o es francamente dudoso desechemos, y en lo sucesivo desconfiemos de esa fuente. Solo los dogmas deben ser aceptados acríticamente, pero esos se sitúan exclusivamente del atrio hacia adentro.