Pragmatismo que envilece

El castigo electoral que la ciudadanía le propinó a la clase política gobernante en 2018 no está siendo procesado autocríticamente. (Foto: especial)

El castigo electoral que la ciudadanía le propinó a la clase política gobernante en 2018 no está siendo procesado autocríticamente ni por estas fuerzas ni por la que a causa de esa crisis se hicieron del poder.

Años atrás se advertía que los resultados que estaban arrojando las democracias no estaban siendo satisfactorios para las sociedades nacionales y que la clase política gobernante, descuidada en su gestión, estaba perdiendo la confianza de sus gobernados.

Sobre estas condiciones emergieron los discursos y líderes populistas, rupturistas, salvacionistas y mesiánicos que ofrecieron credos antes que soluciones a los problemas de fondo. En los países en los que han accedido al poder, por el contrario, han empeorado la calidad de la gestión y han sembrado la confrontación, ya sea por razones de clase, raza, creencia y origen nacional. Pero no resolvieron el problema de fondo, la calidad y eficiencia de la acción de gobernar.

No se ha querido entender el origen del hartazgo cívico, como si no hubiera una historia de agravios que debiera revisarse para rectificaciones, depuraciones y replanteamientos. Y en esta omisión arrogante incurren fuerzas opositoras y gobernantes. Las opositoras se aferran a inercias ya condenadas y las gobernantes se han creído el mito de que por cambiar de empaque son diferentes.

De la crisis de 2018  la clase política mexicana no ha derivado una transformación sustancial. El discurso mesiánico y populista no es la respuesta, como no lo fue en Estados Unidos. El problema de fondo tiene que ver con la manera en que funcionan las instituciones democráticas y la calidad ética de la gestión de quienes gobiernan en el marco de la democracia; en cómo se construye la confianza que legitima las instituciones y a sus gobernantes; en la probidad de los políticos que participan en el sistema de partidos.

Por la manera en que están resolviendo el problema cardinal de las candidaturas ─en todos los partidos  nos queda la certeza de que seguirán haciendo las cosas al modo que ya fue sancionado por los electores en julio de 2018. Y se entiende, no se puede tener un cambio cualitativo si antes no se ha procedido a deconstruir los supuestos de la tradición política de la cual se derivan la mayoría de los liderazgos políticos, el régimen posrevolucionario que representó el PRI. Así, se dice desde el poder, que todo cambió… para seguir como siempre.

Todos están atascados en el pragmatismo. Y lo han asumido las fuerzas políticas como el valor político preponderante. Pero es un pragmatismo ramplón, sin anclajes en planteamientos programáticos, ideológicos o éticos.  Es pues un pragmatismo grosero, brutal, llano y frívolo, muy dañino para nuestra tambaleante democracia.

De esto no puede surgir una representación pública, eficiente y de calidad ni el fortalecimiento de nuestra democracia. Su mezquindad y extravío se reflejará, otra vez, en gobiernos y parlamentos, vergonzantes, lacayunos e ineficientes. Es decir, el retorno a lo que tanto se cuestionó en la elección del 2018, pero ahora también alentado por la fuerza que había prometido un cambio profundo.

Cierto que la acción política necesita de cierta dosis de pragmatismo para conciliar propuestas con resultados, fines y medios. Pero de ahí a colocar al pragmatismo sin acotamientos programáticos o ideológicos, como el valor central para la acción, hay una distancia en la que cabe la descomposición y la pérdida de la confianza ciudadana.

El pragmatismo, llevado al punto extremo como se está haciendo por los partidos políticos, empobrece el debate nacional y agudiza la descomposición del ejercicio de la política. Manda una mala señal al ciudadano que confirma su percepción de que existen élites fincadas en la componenda, el tráfico de influencias y la compra de lealtades; que el poder es resultado de oscuras negociaciones. Confirma así la creencia de que la democracia es el origen de la descomposición y sacrificable de cara a pretensiones autoritarias.

Con el pragmatismo llano perdemos mucho, la más lamentable es la confianza social en nuestra democracia en beneficio de narrativas autoritarias. Esta pérdida ya nos está costando cara. El pragmatismo empobrece nuestra democracia, es mas la envilece.  Está visto que por ese caminó seguirá hundiéndose nuestra clase política. Una vez más no se están colocando a la altura de la crisis que México enfrenta por razones sanitarias con efectos económicos y sociales fatales.