Trece de agosto…

Era el año de 1521, los invasores estaban admirados de tantas riquezas y de la enorme belleza de las tierras a las que habían llegado.

“La historia no es solo lo que ocurrió, sino lo que se cuenta”.

                                                                                                     Michel-Rolph Trouillot

Mañana día 13 de agosto se cumplen 500 años de la memorable batalla que dieron los habitantes de Tenochtitlan contra los invasores.

Era el año de 1521, los invasores estaban admirados de tantas riquezas y de la enorme belleza de las tierras a las que habían llegado, los más de ellos huyendo de la justicia española, entre ellos Hernán Cortés, quien venía a la cabeza.

Desde su llegada, supieron de la grandeza de Tenochtitlan, y que era ahí donde se encontraba el poder y la riqueza, producto en gran parte de los tributos exigidos a diversos pueblos de todas estas tierras.

Cortés aprovechó el descontento que había hacía los Mexicas, forjó alianzas con los gobernantes inconformes, esto fue primordialmente lo que hizo posible el que los invasores se hicieran del poder y riquezas.

Todos sabemos esta historia, sin embargo, la historia oficial, (escrita por y desde el poder), cambió a su favor muchos hechos.

Incluso creando vacíos históricos, los cuales aún muchos no se tienen claros, porque obviamente no les favorecían a los españoles.

Existe actualmente un impulso enorme por cuestionar la credibilidad de esos narradores con poder que vieron equivocadamente 1521 como la victoria de los españoles sobre los indígenas, ya que la historia de esa batalla fue más compleja.

 El historiador Fernando Granados cuestiona la credibilidad de las cartas que Hernán Cortés le envió a la Corona entre 1519 y 1526, y que por siglos fueron tomadas como historia oficial.

Por ejemplo, el episodio de la muerte o asesinato de Moctezuma, que según la historia oficial murió de una pedrada, mientras que otra dice que tras ver los españoles que ya no les servía pues su pueblo ya no le reconocía como su Tlatoani, lo asesinaron.

Cortés, en realidad, dice el historiador Federico Navarrete: “tenía un ejército minúsculo cuando cayó el imperio mexica y los verdaderos vencedores fueron sus aliados, los enemigos del poder mexica: guerreros de Cempoala, Tlaxcala, Cholula, Texcoco y Chalco. La idea de la victoria absoluta de los españoles en 1521 no es más que una versión parcial e interesada, inventada por el propio Hernán Cortés, para ensalzar y exagerar su propio papel en los eventos”.

La heroica batalla, del 13 de agosto de 1521, es recordada como la gran victoria mexica. Para la historia oficial se trataba de  La Noche Triste queremite al episodio, donde por primera vez, el altanero Hernán Cortés se vio humillado, a la par de sus huestes y sus aliados.

 Cortés fue derrotado esa noche y, por ende, perdió a la mayor parte de su ejército, hombres, caballos y armamento. Se dice que, al ver pasar los restos de sus tropas, vencido lloró de dolor al pie de un viejo ahuehuete al saberse vencido por los mexicas.

La noche de ese día, los españoles intentaban retirarse por el camino de Tacuba, pero no pudieron burlar la vigilancia: los mexicas se apoderaron del puente y de la calzada, provocando alarma y confusión en las filas españolas: en medio de la lluvia y la oscuridad, éstas se hallaban prácticamente indefensas, no podían usar sus armas de fuego. Además, muchos soldados murieron ahogados al caer al lago, arrastrados por el peso de sus propias armaduras y de los cargamentos de oro, plata y joyas preciosas que transportaban.

La batalla que cambió el mundo comenzó el 22 de mayo de 1521, culminando en la batalla del 13 de agosto. Conocida por la historia oficial como “la noche triste”, mientras para los pueblos originarios se considera como la “noche de la victoria”.

¿Por qué de la victoria? Porque esa noche justamente empezó la resistencia indígena, más allá de enfrentamientos bélicos. Inició la enorme batalla de guardar el conocimiento, el espíritu y corazón de México, no obstante torturas, vejaciones y muerte. Obedeciendo el mandato del gran Cuauhtémoc, quien, mediante la consigna de Anáhuac, marco el camino.

Si observan no hubo conquista, fue invasión y se logró por el descontento y enorme división que existía. La “conquista” fue un proceso posterior y mucho más complejo.

Hubo muchas batallas, traiciones y factores que contribuyeron a lo que sucedió y que llevó a que México fuese lo que es actualmente.

Enrique Semo escribe en La conquista, catástrofe de los pueblos originarios: “En vez de eliminar o desplazar a los indígenas con el fin de disponer de espacios vacíos, el imperativo era reducirlos a pueblos manejables”.

Para entender cualquier proceso, como la conquista, hay que ver quiénes son los que tuvieron el poder en el momento de narrar esa historia: el ángulo o las fuentes que escogieron para mirar los hechos, puede decirnos más sobre el poder del momento que los hechos mismos. La historia puede ser en su momento fruto y/o instrumento del poder.

 La realidad es que la guerra fue cruenta y muy   prolongada, la resistencia fue fuerte, muy duradera y, de hecho, no ha terminado.

El conocimiento de los antepasados ha sido transmitido vía oral de padres a hijos, por generaciones.  El mandato de Anáhuac fue dado por el Consejo de ancianos a Cuauhtémoc, y este obedeciendo, dio su mandato. Lo lanzo a los cuatro vientos, a los cuatro rumbos, más allá del tiempo y espacio:

“Nuestra sagrada energía ya tuvo a bien ocultarse, nuestro venerable sol ya dignamente desapareció su rostro, y en total obscuridad se dignó dejarnos.

Ciertamente sabemos (que) otra vez se dignará volver, que otra vez tendrá a bien salir y nuevamente vendrá dignamente a alumbrarnos.

 En tanto que allá entre los muertos tenga a bien permanecer. Muy rápido reunámonos, congreguémonos y en medio de nuestro corazón escondamos todo el nuestro corazón se honra amando y sabemos nuestra riqueza en nosotros es como gran esmeralda.

Hagamos desaparecer los nuestros lugares sagrados, los nuestros calmécacs, los nuestros juegos de pelota, los nuestros telpochcalis, las nuestras casas de canto; que solos se queden los nuestros caminos y nuestros hogares que nos preserven.

. Hasta cuando se digne salir el nuevo nuestro sol, los venerados padres y las veneradas madres que nunca se olviden de decirles a los sus jóvenes y que les enseñen (a) sus hijos mientras se dignen vivir, precisamente cuán buena ha sido hasta ahora nuestra amada ANÁHUAC donde nos cuidan nuestros venerados difuntos, su voluntad y sus deseo, y solo también por causa de nuestro respeto por ellos y nuestra humildad ante ellos que recibieron nuestros venerados antecesores y que los nuestros venerados padres, a un lado y otro en las venas de nuestro corazón, los hicieron conocer en nuestro ser.

Ahora nosotros entregamos la tarea (a) los nuestros hijos ¡Que no olviden, que les informen (a) sus hijos intensamente cómo será la su elevación, como nuevamente se levantará el nuestro venerable sol y precisamente como mostrará dignamente su fuerza precisamente como tendrá a bien completar grandiosamente su digna promesa esta nuestra venerada y amada tierra madre ANÁHUAC”.

El mandato ha sido obedecido. La raíz ha sido resguardada contra viento y marea.  El conocimiento ha sido resguardado más allá de la historia oficial, llevando el conocimiento en el corazón, en silencio esparciéndolo al viento y más allá.

Hace tan solo tres días tuve conocimiento de que 269 años después de la gran batalla, y de recibir el mandato del Tlatoani Cuauhtémoc, el 13 de agosto de 1790, abriendo para componer una zanja, fue encontrado un gran monolito representando a Coatlicue la madre de todos los dioses, la cual fue ubicada en un rincón del patio de lo que era la Real y Pontificia Universidad. La población al enterarse llevó velas y flores, postrándose ante quién siempre habían concebido como “la madrecita”.  Era tanta la devoción casi 300 años después, que los sacerdotes asustados la enterraron y prohibieron su adoración. Hasta que el Barón de Humboldt interesado en nuestra cultura y significado de la Coatlicue, pide al Obispo de Linares que le permitan desenterrarla y estudiarla. Lo cual se hizo pero después los sacerdotes  volvieron a enterrarla.

En 1821 en plena lucha por la independencia, el gobierno insurgente ordena desenterrar a la Coatlicue.

En ese tiempo la estatua de Carlos IV, se encontraba en el Zócalo, representando el poder de España, la quitan y la llevan a la Universidad Pontificia. Al mismo patio donde estaba la Coatlicue, poniendo las dos concepciones del mundo, en el ombligo de la luna, Tenochtitlan.

Termino citando a Nezahualcóyotl: “Ve ahí donde enterraste el corazón de Copil y vas a ver un águila devorando una serpiente, porque en tanto que dure el mundo, no acabará, no terminará la gloria, la fama de México-Tenochtitlan”.