Un trabajo históricamente invisibilizado

El esquema de mujeres desde lo oficial, con el discurso de la superación personal. La imagen es solamente ilustrativa.

Durante la Década de la Mujer (1975-1985), convocada por la Organización de las Naciones Unidas, fue que surgió el interés entre el movimiento internacional de mujeres avocadas en promover los derechos humanos con perspectiva de género, de instituir la fecha del 22 de julio, como un día especial para visibilizar el trabajo del hogar; porque en el contexto de lo “femenino”, se conocieron datos bastante reveladores: “globalmente, las mujeres contribuyen con dos tercios de cada hora de trabajo realizado en el mundo, por los cuales ganan sólo una décima parte de lo que ganan los hombres, y poseen sólo una centésima parte de las propiedades que ellos poseen”.

       Actualmente, todavía para un gran número de mujeres resulta desconocido que en algunas sociedades de nuestra prehistoria, que fueron más igualitarias y pacíficas, se veneraba el principio materno, y la sexualidad de la mujer se asociaba con el poder femenino, y no con la falta de él.  En esas sociedades. La política y la economía de género parecen haber sido bastante diferentes a lo que ahora damos por sentado como “natural”.

       “Primitivas” se les ha llamado a aquellas sociedades en las que las mujeres desempeñaban importantes roles en la vida espiritual y cotidiana de sus comunidades (sin llegar a ser estos roles dominantes), incluyendo la forma en que se utilizaban y distribuían los recursos.  La maternidad se consideraba casi sagrada y los hijos e hijas se aceptaban como “de todos/as”, porque pasaban a formar parte de una comunidad que -además- veía a la tierra como la madre común.

       Todo eso cambió cuando se impuso el sistema dominador, surgido de la guerra y la violencia, que obligó a mujeres, hijos e hijas, a considerarse propiedad masculina, “del amo y señor”.  Alentada también por algunas religiones androcéntricas, la paternidad tuvo mayor importancia social y económica, y las mujeres debieron dedicar su vida al cuidado de los hombres y a los hijxs de éstos, sólo a cambio de comida, ropa y techo.

       La noción de que los servicios reproductivos y productivos de las mujeres son propiedad masculina, fue impuesta, primero, mediante la fuerza y luego, gradualmente, mediante sutilezas como las religiones, las leyes, la economía, la política, la educación y las costumbres.  Y a tal grado llegó todo esto a influirnos, que las propias mujeres llegamos a considerar esa situación no sólo inevitable, sino deseable.

       Esta es la historia de cómo, mediante la fuerza y la persuasión, las mujeres empezamos a asumir como obligatorias (no compartidas, cuál debe ser) las tareas del hogar y aprendimos a desvalorizar ese trabajo, permitiendo el control de dinero y otros recursos a los hombres.

       Hoy todavía es bastante frecuente escuchar a mujeres afirmar que no trabajan y se autodefinen como “amas de casa”.  También persisten resabios de aquellas leyes (aún vigentes en algunos Estados del país) que niegan el libre acceso de las mujeres al mercado del trabajo si no cuentan con el permiso de su esposo.  Y cuando lo obtienen, es él quien va a cobrar el sueldo o exige administrarlo.

       Aquí en provincia, no sorprende que entre muchas parejas de clase media se considere inapropiado que la mujer trabaje fuera del hogar.  ¿Las razones?  El marido puede aparecer como un mal proveedor o se siente amenazado por la independencia de la esposa, que es como perder el control del territorio conquistado.  Así se perpetúa aún más la dependencia económica de la mujer y se refuerza la idea de que el trabajo que tradicionalmente se realiza en casa, no es un verdadero trabajo y, por lo tanto, no tiene un valor económico real.  Además, se transmite al resto de la familia (hijos e hijas), quienes llegan a pensar y hacer sentir a las mujeres como “mantenidas”.

       Por ello resulta importantísimo, si deseamos construir relaciones equitativas y mejorar la calidad de ambiente y de vida, de todos y todas, entender que sin el trabajo que se realiza en el hogar, no se podría generar un salario suficiente en la mayoría de las familias.  El trabajo llamado “doméstico”, que mayoritariamente realizan las mujeres, tiene un valor equivalente a aquel que realiza el hombre y, por lo tanto, los dos contribuyen a generar la economía familiar.  Si así lo entendemos, así debemos transmitirlo hasta lograr su pleno reconocimiento.

       Cuando en una familia se reconoce el valor del trabajo del hogar, las relaciones entre sus miembros (padres e hijxs) resultan más solidarias y respetuosas: la pareja decide en común cómo se administra el salario, hijos e hijas colaboran en las diversas tareas y suele existir una mejor comunicación y sentido de responsabilidad en cada unx de sus miembrxs.

       Aún en países industrializados, donde son comunes las parejas que trabajan, la mayoría de las mujeres aún gana mucho menos que los hombres.  Y el cuidado de hijos/as sigue considerándose principalmente responsabilidad de la mujer, a pesar de que ese niño o niña ingresará a la sociedad como miembrx productivx, o como elemento pasivo, no productivo.

       Y para rematar: los economistas aún excluyen de sus cálculos de productividad económica la labor socialmente especial de las mujeres en el parto y cuidado de lxs hijxs.  Tampoco incluyen en sus mediciones estadísticas labores igual de importantes, realizadas por mujeres en todo el mundo: cuidar enfermos y ancianos, mantener un ambiente hogareño limpio,  cocinar (y en ocasiones también cultivar) alimentos y afanarse, dejando la salud de por medio, en cuidar y sustentar la vida.

       En México, desde hace pocos lustros, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), ha sido el único órgano de gobierno federal que ha venido abordando, de manera sistemática y seria, la complejidad que envuelve al denominado “trabajo del hogar”, refiriéndose a él, como “resabios del esclavismo y de la colonización, que propicia sentimientos de superioridad y caracterización de inferioridad; cultura social centrada en servicios y asistencia, pero no en derechos”.  Y al resultar un trabajo tan poco visible, promueve además el machismo, la misoginia, el racismo y otras formas de desprecio a lo indígena, sobre todo.

       Si no podemos hablar de avances significativos en lo que denominamos “dignificación de las labores del hogar”, sí es justo reconocer los esfuerzos de muchas mujeres que desde distintos frentes están logrando incidir en las políticas públicas, proponiendo un marco jurídico adecuado que sin lugar a dudas nos permitirá avanzar hacia la dignificación auténtica del trabajo en el hogar, esfuerzos acompañados por la educación que cada una de nosotras brindemos por igual a niños y niñas, enseñándoles que cualquier labor en casa, por sencilla que sea, contribuye a crear un ambiente justo y sano que sin duda se reflejará en las satisfacciones obtenidas en toda su vida.