Reencuentros

Me gusta entender que cada recuerdo “es una memoria que pasa por el cedazo del corazón”. (Foto: especial)

Me gusta entender que cada recuerdo “es una memoria que pasa por el cedazo del corazón”.  Hace unos días tuve ocasión de cruzarme con una mujer con quien compartí, durante más de cinco años, encuentros ocasionales, pero cercanos, en algunos talleres y diplomados en que ambas llegamos a coincidir.  Ella es de un poblado de la Meseta p’urhépecha y sé que muy pocas veces visita Pátzcuaro, aún en la época en que ella vivió en la ciudad capital del Estado.  En esta ocasión, sólo pudimos saludarnos y sonreír detrás de nuestro cubrebocas, ya que tanto ella, como yo, caminábamos acompañadas por otras personas.  Y entonces recordé nuestro último encuentro (hace ya más de diez años), en que tuvimos el tiempo suficiente para ponernos “al día” de cómo transcurrían nuestras vidas, desde los casi veinte años en que nos conocimos.

       Ella fue quien dio inicio a aquella conversación, sentadas en una de las bancas del jardín de San Francisco.  –“Fue en Turícuaro donde nos conocimos, ¿recuerdas?”  “Y ¡cómo no recordarlo! –contesté-, si por poco se nos impide la entrada a ese importante evento de mujeres indígenas, realizado durante la primavera de 1991”… Pero claro que había razones para desconfiar del grupo de siete u ocho mujeres mestizas (en el que me incluía) que habían llegado “de aventón”, en una camioneta con “logo” institucional, a un “Encuentro” convocado de manera independiente y con tanto esfuerzo, por compañeras que, como nosotras, buscábamos la autonomía organizativa.  Afortunadamente, cuando pensábamos que no lograríamos ser aceptadas, llegaron varias mujeres que nos conocían, como Evita Castañeda, Tere Ascencio, Hermila Santiago y otras, quienes avalaron el trabajo afín y respetuoso que nosotras desarrollábamos, además de señalar que acudíamos a invitación hecha de antemano.

       Aquella reunión-encuentro con mujeres de más de 16 comunidades indígenas de la Meseta y de la Región Lacustre resultó, para la mayoría de participantes, memorable, porque a partir de esa fecha, muchas adoptamos un compromiso permanente: reconocer, en cada mujer, a una compañera capaz de realizar acciones (pequeñas y grandes) que contribuyan en los necesarios cambios de todo lo que familiar y socialmente nos hace daño y no nos permite decidir por nosotras mismas.

        A mi amiga (que así la considero, por la afinidad descubierta entre ambas) le gustó la manera en que se fueron dando, tanto el intercambio de experiencias en las distintas mesas de trabajo que se organizaron, el análisis de los problemas cotidianos (que en otros ámbitos parecían no importar), así como de los logros organizativos que las mujeres indígenas realizan, mismos que fueron enriquecidos con las experiencias de mujeres campesinas del Ejido de Huacao, municipio de Santa Ana Maya, entonces integrante de la Unión de Comuneros Emiliano Zapata (UCEZ).

       “Desde entonces, he tenido claridad de que la mujer no necesariamente debe pelearse con los hombres para hacer valer su participación, sino que debe pensar en hacerlo conjuntamente… a menos de que reciba agresiones… eso sí: no debemos permitir que nadie nos haga daño”, me dijo con mucha convicción y con amplia sonrisa.

        También me contó cómo fue de utilidad (para ella y para más), escuchar las experiencias del trabajo artesanal, de la comercialización de los productos del campo y de la cría de animales domésticos, actividades que desarrolla en distintas épocas, con otras mujeres de su familia y de su comunidad.  Y hasta compartió sus logros familiares: consiguió el apoyo de sus padres y hermanos para salir a estudiar a Uruapan y aunque sólo terminó la preparatoria, ahí conoció y casó con un joven de otra comunidad vecina a la suya, quien resultó trabajador, responsable y dispuesto a compartir las tareas del hogar, así como la atención de los dos hijos que tienen.  Él es maestro y se ha especializado en la música tradicional.

       Ella, como muchas de las que entonces estuvimos en aquel Encuentro de Turícuaro, se propuso desde entonces hacer lo posible para ir cambiando la idea de que una niña llega al mundo para sufrir, para servir y cuidar a otrxs y para aguantar.  Igualmente, decidió no callar ante cualquier  injusticia cometida en contra suya o contra alguien más, y también comprendió que es necesario buscar siempre el apoyo y compañía de otras mujeres que se encuentren dispuestas a ayudar y trabajar desinteresadamente a favor de la comunidad (del bien común).

       Ambas (ella y yo), admitimos entonces que hemos recibido incomprensiones y descalabros en algunas ocasiones, pero que han sido y son más las satisfacciones recibidas a lo largo de estas décadas… porque todo merece la pena de ser vivido.  La presencia de mi amiga de La Meseta lo constata: luce jovial, sus ojos irradian luz de alegría y su presencia, vitalidad.  Pienso, que ella, como yo, ya disfrutamos de nietxs.

       Por mi parte, además de recordar aquellos días de cercano intercambio y sororidad, pude expresarle lo mucho que he aprendido (y des-aprendido) de y con mujeres como ella: dispuestas al cambio.  Esta vez, como hace dos y seis lustros, vinieron a mi mente nombres, rostros y algunas de las reflexiones que siguen acompañándonos: entendiendo que no podemos dar lo que no tenemos; aceptando que el cambio puede traernos cosas mejores; aprendiendo que es necesario conocernos, aceptarnos y querernos para poder cambiar; comprendiendo a quienes no tuvieron ni han tenido oportunidad de cambiar y teniendo presente que es bueno (y sano) no juzgar… y perdonar.

       Al paso del tiempo y contando ya tantos años en nuestro calendario, muchas mujeres como yo siempre tendremos presente lo importante y necesario que resulta continuar dialogando y poniéndonos de acuerdo entre nosotras, principalmente, para que nuestra voz y propuestas sean escuchadas cada vez por más.

        Con mi gratitud, siempre, para mujeres que han mostrado y abierto caminos, como doña Carolina Escudero, Evita Castañeda, Teresa Dávalos, Ana Santamaría, Lupita Hernández, Guadalupe Huacuz, mamá Gloria, Sonia, Tere, Rafaela Alejo, Oliva García y tantas más que me han acompañado,  guiando mis pasos y que en cada ocasión que les recuerdo, propician reencuentros.