Trabajar en el hogar

Cuando en una familia se reconoce el valor del trabajo del hogar, las relaciones entre sus miembros (padres e hijxs) resultan más solidarias y respetuosas. (Foto: especial)

A todas aquellas sociedades en las que las mujeres desempeñaban importantes roles en la vida espiritual y cotidiana, sin llegar a ser estas dominantes, se les ha catalogado como “primitivas”. Hoy que conocemos más de ese tipo de sociedades, sabemos que en su interior existió una mejor manera de distribuir y utilizar los recursos y a la maternidad se le consideraba casi sagrada.  Esos grupos aceptaban a hijos e hijas como de todos, porque pasaban a formar parte de una comunidad que, además, percibía a la tierra como la madre común.

       Todo eso cambió cuando se impuso un sistema dominador, surgido de la guerra y la violencia, que obliga a mujeres, hijos e hijas a considerarse propiedad masculina: “del amo y señor”; que, además, y alentada por algunas religiones androcéntricas, la paternidad tuvo mayor importancia social y económica y las mujeres debieron dedicar su vida al cuidado de los hombres y a hijxs de éstos, sólo a cambio de comida, ropa y techo.

       La noción de que los servicios reproductivos y productivos de las mujeres son propiedad masculina, fue impuesta, primero, mediante sutilezas como las religiones, las leyendas, la economía, la política, la educación y las costumbres.  Y a tal grado llegó todo esto a influirnos, que las propias mujeres llegamos a considerar esa situación no sólo inevitable, sino deseable.

       Pero ésta es sólo una pequeña parte de la historia de cómo, mediante la fuerza y la persuasión, las mujeres empezamos a asumir como obligatorias (no compartidas, cual debe ser) las tareas del hogar y también aprendimos a desvalorizar ese trabajo, permitiendo el control de dinero y de otros recursos a los hombres.

       Hoy todavía es bastante frecuente escuchar a un buen número de mujeres afirmar que “no trabajan” y se autodefinen como “amas de casa”.  Y también persisten resabios de aquellas leyes (aún vigentes en algunos Estados del país) que niegan el libre acceso de las mujeres al mercado de trabajo, si no cuentan con el permiso del esposo, y cuando lo obtienen, es él quien va a cobrar el sueldo o exige administrarlo.

       Aquí en provincia, no sorprende que entre muchas parejas de la clase media se considera inapropiado que la mujer trabaje fuera del hogar.  ¿Las razones?: el marido puede aparecer como un mal proveedor o se siente amenazado por la independencia de la esposa, que es como perder el control del territorio conquistado.  Así se perpetúa aún más la dependencia económica de la mujer y se refuerza la idea de que el trabajo que tradicionalmente se realiza en casa no es un verdadero trabajo y, por lo tanto, no tiene valor económico real.  Además, esta idea se transmite al resto de la familia (hijos e hijas), quienes llegan a pensar y hacer sentir a las mujeres como “mantenidas”.

       Entonces, resulta importantísimo, si deseamos construir relaciones equitativas y mejorar la calidad de ambiente y de vida de todos y todas, entender que sin el trabajo que se realiza en el hogar, no se podría generar un salario suficiente en la mayoría de las familias.  El trabajo llamado “doméstico”, que mayoritariamente realizan las mujeres, tiene un valor equivalente a aquel que realiza el hombre, y por lo tanto, los dos contribuyen a generar la economía familiar.  Si así lo entendemos, así lo debemos transmitir hasta lograr su reconocimiento.

       Cuando en una familia se reconoce el valor del trabajo del hogar, las relaciones entre sus miembros (padres e hijxs) resultan más solidarias y respetuosas: la pareja en común puede decidir en común cómo se administra el salario; hijos e hijas colaboran en las diversas tareas, y suele existir una mejor comunicación.

       Actualmente, todavía muchos economistas excluyen de sus cálculos de productividad económica la labor socialmente esencial de las mujeres en el parto, crianza y cuidado de hijos e hijas.  Tampoco incluyen en sus mediciones estadísticas labores iguales de importantes, realizadas por mujeres en todo el mundo: cuidar enfermxs y ancianxs, mantener un ambiente hogareño limpio y organizado, cocinar (y en ocasiones también cultivar) alimentos y afanarse, dejando la salud de por medio, en sustentar y cuidar la vida… primeramente, de otrxs.

       Cuando se nos hace creer que un trabajo doméstico es bien remunerado y que no depende de las leyes de la oferta y la demanda, es que se pretende engañarnos; en realidad, los economistas socialistas y las economistas feministas han demostrado que la desvalorización de estas tareas invisibles es un asunto de poder y, por consecuencia, es un asunto de valores y de política, no sólo de economía.

       Y ha sido hasta décadas muy recientes y desde su creación, que el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED), el único órgano de Gobierno Federal que ha venido abordando de manera muy sistemática y seria, la complejidad que envuelve al denominado “trabajo del hogar”, refiriéndose a él como “resabios del esclavismo y de la colonización, que propicia sentimientos de superioridad y caracterización de inferioridad; cultura social centrada en servicios, asistencia, pero no en derechos”.  Y al resultar un trabajo tan poco visible, promueve además el machismo, la misoginia, el racismo y otras formas de desprecio a lo indígena, sobre todo.

        Si efectivamente estas tareas al interior de los hogares pueden ser denominados resabios del esclavismo y de la colonización, muchxs podemos agregar que lo son de cualquier sistema dominador, surgido de la guerra y la violencia, que ha obligado a mujeres, hijos e hijas, a considerarse propiedad masculina: “del amo y señor”.  Una situación que ya resulta imperante dejar atrás.

       Por ello surgió , durante la Década de la Mujer (1975-1985), convocada por Naciones Unidas, la propuesta para que el día 22 de julio se identificara como la fecha para visibilizar  el trabajo del hogar y en ese contexto, se conocieran datos como el siguiente: “globalmente, las mujeres contribuyen con dos tercios de cada hora de trabajo realizado en el mundo, por los cuales sólo ganan una décima parte de lo que ganan los hombres, y poseen sólo una centésima parte de las propiedades que ellos poseen”.

       Mucho todavía queda por reconocer, hablar y actuar con justicia, en torno a ese trabajo “invisible”, que resulta una de las grandes infamias del siglo XXI.