‘Barbie’ y ‘Oppenheimer’, espejo invertido de los inicios

Este apunte, más que una reseña de las dos películas con más marketing del verano, señala una característica curiosa común a ambas: son farsas.

Estatua de una divinidad a mitad de un complejo arquitectónico hindú con una Barbie y un Oppenheimer en llamas | Fotografía: Omar Arriaga Garcés.

Se ha escrito y citado hasta el cansancio la frase de Marx en relación al 18 de Brumario, cuando dijo que la historia se presentaba primero como tragedia y luego como farsa.

En estos días, en que ya no hay modernidad, puesto que ésta ha acabado y se está en un periodo de la historia para el que aún no existe una palabra propicia, la repetición de los ciclos, o al menos de una parte del ciclo, sigue sin terminar. Y el hecho de que los acontecimientos se presenten como farsas no significa que, aun cuando sean ridículos, resulten menos peligrosos.

Antes de hablar sobre la curiosa característica común a Barbie y a Oppenheimer, hay que apuntar que Hollywood es usado como un ‘poder blando’ o ‘suave’ que sirve al imperio norteamericano para diseminar la agenda que busca imponer. No quiero entrar aquí en discusiones sobre teorías de conspiración acerca de hechos que están más que probados y de los cuales existe ya una bibliografía.

Para quien quiera saber más sobre el uso de Hollywood como brazo ideológico de las agencias de inteligencia estadounidenses y del Pentágono, lo invito a leer el artículo de 2017 “Las guerras de Hollywood en nombre del Pentágono y la CIA” de Alfredo Jalife Rahme, en que el mexicano brinda fuentes sobre esa historia. Sólo citaré un par de párrafos de su texto, los finales.

“El grave problema del control de Hollywood por la CIA-NSA-Pentágono, al unísono del Mossad-MI6, es el monopolio de su maniquea verdad carente de crítica y verisimilitud: ellos son los buenos y todos los demás, los malos.

“Lo peor: los engañados y/o ingenuos cinéfilos se dan el lujo de pagar para ser intoxicados con los lavados de cerebro del máximo despliegue de desinformación propagandística de todos los tiempos bajo la máscara del inocuo entretenimiento que marca la agenda de la política militarista…”,  escribe Jalife Rahme, a quien por cierto se ha acusado de trabajar para la CIA.

Más allá del estilo punzante de Jalife Rahme para referirse al caso de las centrales de inteligencia y Hollywood, lo que me sorprende en el caso de Barbie y de Oppenheimer es que en cierto modo hayan nacido como farsas, pero no de un episodio histórico sino de dos que resultarían arduos de datación, al tratarse de dos mitos canónicos de la India.

Barbie vive en un mundo capitalista donde todo es felicidad y no hay envejecimiento ni enfermedad ni pobreza, tal como Siddhārtha Gautama, el Buddha histórico, quien sale de su palacio a las calles para darse cuenta de que la gente no vive como él. La conmoción que experimenta lo hace abandonar a su familia, su palacio y su vida como príncipe, algo que la muñeca más famosa en Estados Unidos imita. El mundo al que uno y otro, Siddhārtha Gautama y Barbie, van, no es otro que nuestro mundo.

Oppenheimer de Christopher Nolan, propaganda del más alto nivel artístico y narrativo que pueda encontrarse, cita una línea del Mahabharata, la epopeya de la India atribuida al poeta Vyasa, ocho veces más extensa que La Ilíada y La odisea juntas; en específico, Nolan cita una línea de la Bhagavad-gītā, uno de los 18 libros del poema: “Me he convertido en la muerte (o el tiempo, kāla), destructora de mundos”.

Evidentemente, el verso es usado para aludir a la bomba nuclear, pero el contexto de la Bhagavad-gītā no es muy lejano, desde que el Mahabharata trata sobre la guerra entre dos clanes de una misma familia: los Pandavas y los Kauravas, quienes pelean por el reino, Bharata, la tierra.

En la Bhagavad-gītā, a punto de que inicie la batalla, el pandava Arjuna, el más poderoso de todos los guerreros, le pregunta al dios Krishna por qué debe pelear contra sus primos por el reino, preferiría dejarse matar a tener que aniquilarlos.

“Pelear es tu deber (dharma)”, le responde la divinidad, que acto seguido abre la boca para mostrarle el abismo sin tiempo del que todo mana y al que todo habrá de retornar, en una repetición sin fin de comienzos y finales. Todo es un elemento que estaba ya en Krishna y que a Krishna habrá de volver, le muestra el dios a Arjuna, a quien convence de la guerra.

A la manera en que Barbie, la muñeca búdica del capitalismo, parodia a Siddhārtha Gautama, ¿puede decirse que Oppenheimer parodia al Mahabharata, la epopeya de la disputa por el reino, Bharata, la tierra? ¿Se refiere a la Segunda Gran Guerra? La película de Christopher Nolan alude a su término, cuando a los estadounidenses se les ocurre aventarle la bomba a Japón y, sin embargo, esa revisión histórica à la Hollywood remite más bien al conflicto actual con China y Rusia.

Podríamos añadir incluso el film más recinte de Wes Anderson, Asteroid City, estrenado en junio de este año, para hablar del contexto actual, pues la cinta también presenta ensayos en el desierto con la bomba atómica.

Si por un lado Barbie estaría avisando del rumbo que socialmente están por tomar los tiempos en el Occidente colectivo, Oppenheimer podría leerse como un siniestro aviso al Reino Medio —que es como los chinos nombran a su propio país— acerca de un cierto arsenal que ellos aún poseen, con todo y que estén en una decadencia no imaginada hace diez años.

Los mitos de la India ni siquiera son históricos, en el sentido canónico de la palabra, sino que pertenecen a un acervo de imágenes que, aunque en la mente de los seres humanos, sostendrían más bien lo que más tarde aparecerá como la historia.

Barbie y Oppenheimer, con sus lecturas fársicas sobre lo que acontece en la actualidad, farsas de las historias del Buddha, de Arjuna y de Krishna, aparecen como perversos y ominosos espejos invertidos del inicio de los tiempos; un inicio que, sin embargo, era ya el desenlace de un conflicto, interior en un caso e inexorable ante la finitud; exterior en el otro: una guerra, una pugna por el reino, Bharata, la tierra.