Tauromaquia y carnaval

Festival de Toritos de Petate en Morelia. | Agencia de Comunicación Gráfica

Según registra la historia, la tauromaquia (el arte de lidiar los toros) no era un espectáculo, sino un ritual religioso en el que se sacrificaba al toro, como representante de la fuerza temible, por devastadora, de la naturaleza.  En culturas como la de Mesopotamia, el culto al toro estaba asociado a la fertilidad.  En el Egipto antiguo, encontramos al dios toro Apis; en Creta, la práctica de juegos rituales consistentes en realizar acrobacias mientras se montaba al toro y concluían cuando alguno de los participantes (hombres y mujeres) lograba tomarlo por los cuernos.  En tanto, en la cultura Helena abundaban los mitos relacionados con el toro: Teseo y el minotauro; Hércules y el toro de Creta, Hércules y el ganado de Gerión.  Zeus convertido en toro para robar a Europa.

        Por otro lado, en las fiestas del Carnaval también convergen tradiciones religiosas y paganas que, según algunxs, se remontan a culturas como la griega o la romana, caracterizadas por ser respetuosas y amantes de la naturaleza, así como del buen vivir.  Se sabe que, en aquellos lugares remotos, se ofrecían días completos a la reverencia de dioses que representaban, por lo general, a la Naturaleza en sus distintas formas.  Las fiestas dionisiacas y las bacanales -dedicadas a Dionisio y a Baco-, son sólo ejemplo distorsionado de aquellas ceremonias, acalladas por la religión católica.

       Igual que romanos y griegos gustaban de las fiestas populares, también se sabe que los antiguos egipcios realizaban ceremonias festivas en honor a sus dioses (uno de ellos el buey Apis) y las bacanales eran fiestas bastante parecidas a las carnavalescas, que surgieron como carnestolendas, en la Edad Media, período en que las sociedades europeas, bajo un estricto control religioso, utilizaron el Carnaval para dar rienda suelta a los “gustos de la carne” y luego prepararse para la temporada cuaresmal.

       Por recientes investigaciones, hoy sabemos que posiblemente la población africana en tierras americanas tuvo muchas aportaciones en la simbología del toro como personaje central en las fiestas de Carnaval, como escribe el doctor en antropología Jorge Amós Martínez en su libro “¡Epa! Toro Prieto” (IMC, 2001): “Hay una serie de actos en esa danza (de carnaval) que muestran que se trata de la representación de una deidad invencible, que se trata de un rito propiciatorio del agua, de la lluvia y esos elementos no están presentes en ningún grupo indígena de Mesoamérica, pero sí en muchos de África, sobre todo del sur”.

       De lo que podemos estar seguros, es de que el Carnaval está relacionado con el comienzo de la temporada productiva, pues coincide con el tiempo de siembra y cosecha; con el reinicio de las actividades comerciales y con la vida de un nuevo ciclo.  Por ello, en el mundo, los carnavales no tienen una fecha fija: en Alemania, empiezan en noviembre; en Austria en enero y en España y en México, en febrero o marzo.  Pero lo que sí es semejante en cualquier Carnaval, es su carácter festivo, el tono burlesco, la sensación de hacer cosas prohibidas (que no se hacen en otra época del año) y de rebasar los límites, lo cual explica el uso general de máscaras y disfraces.

       Otras características de los carnavales, son que por lo común la mayoría de las festividades se llevan a cabo en lugares públicos y que en ellos participan amigos, vecinos o familiares, creando “cuadrillas” o “comparsas”, encargadas de organizar bailes, escenografía, música e indumentaria.

        Los carnavales en el mundo occidental tienen origen en las festividades de inicio de ciclo agrícola, en las que se invoca a las deidades de la fertilidad (y qué mejor representación de ella que el toro).  En alguna versión registrada, se dice que en México fue el fraile Juan de Alameda quien introdujo la costumbre de “sacar al toro en Carnaval” por el año 1550, en Huejotzingo, Puebla, para desterrar las ceremonias de la fertilidad que los indígenas practicaban ahí.  Seguramente el buen fraile ignoraba que esas fiestas, consideradas “paganas” y el Carnaval, que él entonces promovía ¡tenían el mismo origen!

      En México, la mezcla de ritos católicos, indígenas y africanos, ha dado como resultado que los carnavales tengan características distintas, según la región en que se lleven a cabo.  Fueron los españoles quienes trajeron la costumbre de reunirse un día antes del principio de la cuaresma, organizando corridas de toros, aunque en estas celebraciones no participaban los indígenas.  Sin embargo, éstos muy pronto comenzaron a organizar sus propias fiestas, en las que la ridiculización de los europeos era un aspecto importante, además de elaborar sus propios toros con el material que hubiera a mano: el petate, por ejemplo y el carrizo.

       El primer testimonio sobre la danza del toro de petate, aparece en el Tratado de las Grandezas de la Nueva España y data de 1586.  En éste, se narra que un grupo de indígenas de Tarimba (en nuestro Estado) recibieron a los primeros religiosos, danzando y portando máscaras, corriendo con un toro hecho con carrizo y al son de un tamboril.  El doctor Jorge Amós refiere: “Hay pocos registros de la transgresión de toros contrahechos y la primera se remonta precisamente al año 1586 en Tarímbaro, entonces pueblo indígena, (pero) rodeado de haciendas con población de origen africano… la dispersión y la presencia de toritos de petate en otros países, soporta la tesis de que fueron los africanos quienes introdujeron la tradición, aunado a los elementos presentes en ese ritual, que no corresponden con los atributos culturales del pueblo indígena”.  Muy diferentes son los carnavales en lugares de fuerte presencia afro: Brasil, Ecuador, Bolivia, Puerto Rico, Cuba, Norte de Argentina y en Veracruz, México.

       En territorio p’urhépecha, la tradición oral refiere que los toritos de petate fueron introducidos desde el siglo XVI por los primeros evangelizadores de estas tierras (y hasta se atribuye el hecho al mismo Vasco de Quiroga), con el fin de llamar la atención y atraer a los indígenas que se habían refugiado en la sierra, ante la presencia y crueldad de los españoles.  Y que los primeros toritos estaban hechos de pasta de caña de maíz (como las antiguas deidades), adornados sencillamente con flores o papel de colores.  Posteriormente, se hicieron de carrizo, piel y cuernos de res, como todavía se elaboraban hace algunos años en Jarácuaro, y en algunas poblaciones, las armazones de carrizo eran forradas con petates.  Actualmente, se utilizan las armazones de carrizo o varas y se forran con papel o cartón, adornados con papel de china de colores.

       En Pátzcuaro, los habitantes de los barrios indígenas de San Francisco, de San Agustín y de San Salvador (o Barrio Fuerte), sacaban a bailar sus toritos de petate por las calles, acompañándolos de un caporal, cuatro o cinco chichimecas (que hoy conocemos como maringuías) y una doncella ataviada con su bella indumentaria tradicional.  Era tradición que, en cada barrio, personas de respeto que acompañaban el festejo, acudían al domicilio de quien se encargaba de guardar al toro, llevando algunos presentes, solicitando a éste “permiso para que el torito saliera al convite”, ofreciendo a cambio, “darle buen trato y regresarlo sin daño”. 

Tiempos idos…