Decadencia moral

Andrés Manuel López Obrador. | Fotografía: Archivo

Como parte de los usos y costumbres de la política nacional, o quizá de la naturaleza de ésta en la era del priismo, era un hecho verificable que, una vez efectuado el destape de candidato oficial a la presidencia de la República, éste se convertía en el foco de atención de la casta política y los medios, y la presencia y fuerza del presidente aún en funciones iba menguando paulatinamente hasta la entrega de la banda tricolor. Salvo fuerzas no previstas o fuera de control, como crisis económicas o el asesinato del candidato (1994), la transferencia del poder era un proceso terso y paulatino que formaba parte de las reglas del juego y aseguraba la estabilidad política en el país.

En el proceso ahora en curso no parece ser así. Hemos vivido desde hace dos años y medio campañas de acumulación de fuerzas y una disputa electoral tanto dentro como fuera del partido oficial. La adelantadísima puesta en el escenario de los nombres de los precandidatos seleccionados por el presidente, sus corcholatas, a los que colocó en situación de competencia para ganar los favores de su soberanísimo índice y de la opinión pública, dieron lugar a los prolongados procesos que hoy entran en su última fase. No sin ostentosos derroches propagandísticos, se llegó a la selección que ahora tenemos ante nosotros de la candidata del Morena.

Pero el proceso descrito arriba no se está cumpliendo como antaño. La presencia del presidente no es sólo constante sino sobresaliente. Las conferencias matutinas siguen siendo un filoso instrumento en manos del titular del Ejecutivo. Violando constitución y leyes, éste hace abiertamente campaña a favor de su partido, sin que nadie lo pare, da línea a su fanatizado público de cada mañana y determina la agenda para el debate público y electoral. Cuenta la leyenda que hubo una vez una entrega de cierto bastón que ya no es recordada sino como una imagen nebulosa en la memoria de unos pocos. Los principales candidatos del oficialismo siguen emanando, sin duda, del Palacio Nacional.

Pero ello no quiere decir que el poder presidencial siga intacto, ni tampoco su capacidad de respuesta política. Si bien mantiene las riendas de su partido como aparato de mediación sociopolítica y correa de transmisión electoral, en el periodo reciente acontecimientos y factores variados han ido mermando, desde el exterior, la fuerza y, sobre todo, la templanza con que se ejercen el cargo y el poder. El Estado, y particularmente el gobierno que encabeza el hombre de Macuspana, con todo y fuerzas armadas ocupadas en hacer obras públicas y administrar empresas nacionales, han exhibido su fracaso y son rebasados en materia de seguridad pública. Uno de sus botones de muestra, la intervención de los obispos de Guerrero para pactar una tregua en la violencia que flagela a la población de esa entidad. Otro descalabro, su compromiso con la sociedad nacional y los padres de los estudiantes normalistas agredidos y desaparecidos en Iguala en septiembre de 2014 —tema en el que también las fuerzas armadas están involucradas a fondo— lleva a que los mismos padres de familia rompan negociaciones con las autoridades y establezcan un plantón frente al Palacio Nacional.

Y deben haber sido semanas difíciles para el presidente López Obrador las últimas, como para sacarlo de equilibrio y mostrarse públicamente con declaraciones desmesuradas que, además, revelan con mayor rudeza su faceta autoritaria y su disposición a violar el marco jurídico que en el ya lejano diciembre de 2018 protestó solemnemente cumplir.

Desde luego, aun en un espíritu de pelea como el que caracteriza al mandatario, que además se siente la encarnación de la voluntad del pueblo en cada una de sus decisiones y acciones, ya se aprecian los efectos de su prolongada y desgastante pugna con el Poder Judicial y, en especial, con la Suprema Corte y su presidenta Norma Lucía Piña. Por varias vías, desde hace más de cinco años, ha tratado de someterla a su control, ya sea con aventuradas cuanto fracasadas reformas constitucionales o con ráfagas de proyectiles de desprestigio a los ministros, en las que lo menos que les espeta es su calificativo favorito: “corruptos”. No obstante, la Corte y la mayor parte de ese poder constitucional, siguen siendo un dique eficaz —como no lo son otros órganos de contrapeso y control previstos en la norma suprema— a sus decisiones arbitrarias y sus excesos en el ejercicio del mandato nacional. Por ello, más en tono de lamentación que de ataque, se quejó del actuar de la ministra, con la que está visto que no tiene ni buena comunicación, ya no se diga cercanía.

Por ello también llegó, el miércoles 21 de febrero, a declarar sin tapujos, en relación con el levantamiento de la prisión preventiva oficiosa a Emilio Lozoya, que “Todavía cuando Arturo Zaldívar era presidente de la Corte, había más recato. Todavía, cuando había un asunto así de ese tipo de este tipo, nosotros respetuosamente interveníamos […] Pero cuando se daban estos hechos y estaba Zaldívar, se hablaba con él y él podía, respetuoso de las autonomías de los jueces, pero pensando en el interés general, pensando en la justicia, en proteger a los ciudadanos ante el crimen, hablaba con el juez y le decía: ‘Cuidado con esto’”. Con ello confesó el presidente su injerencismo en las decisiones de otro poder constitucional y exhibió al ex presidente de la Corte, Zaldívar Lelo de Larrea —hoy ya abiertamente morenista e integrado al equipo de campaña de Claudia Sheinbaum—, como un ex funcionario dispuesto a aceptar las recomendaciones (¿o indicaciones?) del primer magistrado e intervenir, a su vez, en las sentencias de ministros y jueces. En otras palabras, lo mostró como su achichincle.

Aunque Zaldívar intentó un leve desmentido al presidente, los hechos relativos cuadran como confirmación de lo dicho por el mandatario: desde su intento de prolongar por dos años más la permanencia del ministro como presidente del tribunal supremo por dos años más, aun en contra de lo establecido en la Constitución, y sus públicas opiniones —también intervencionistas— de que Zaldívar era el único de los ministros que podría garantizar la necesaria reforma del Poder Judicial, hasta la renuncia misma del ministro, tras dejar la presidencia de la Corte, cuando optó por dejar la toga y ponerse la chaqueta guinda, argumentando no una causa grave sino que sentía que ya no era ése su lugar.

Ya ha quedado escrita en letras de oro la frase que el mandatario pronunció en abril de 2022, asimismo criticando a miembros del Poder Judicial: “No me vengan con el cuento de que la ley es la ley”. Pero para demostrar que no era un lapsus ni un desafortunado error, esa visión de que, aunque no se fundamente en las normas escritas, su propia opinión o juicio es superior a las determinaciones de los juzgadores, López Obrador ha insistido en la misma línea de pensamiento.

La más reciente expresión —pero quizá no la última— de ese infractor pensamiento fue la del 23 de febrero: “por encima de [la ley] está la autoridad moral, la autoridad política. Y yo represento a un país y a un pueblo que merecen respeto, que no va a venir cualquiera –porque nosotros no somos delincuentes, tenemos autoridad moral– que porque es del New York Times y nos va a sentar en el banquillo de los acusados”.

La ocasión de esa peregrina cuanto egocéntrica y desatinada declaración fue la pregunta de la reportera Jésica Zermeño, de la cadena Univisión, acerca de la exhibición de los datos personales que el presidente hizo de la corresponsal en México del diario The New York Times Natalie Kitroeff. Como ha sido plenamente difundido, ésta envió a López Obrador un breve interrogatorio en relación con una investigación que en 2010 y 2011 realizó el gobierno estadounidense a través del Departamento de Justicia y la DEA, sobre contactos entre miembros del equipo del hoy presidente en la campaña de 2006 e integrantes de cárteles delincuenciales, y la posible entrega de dinero por estos. Por filtración o investigación, son ya tres importantes y serios medios internacionales que han publicado reportajes similares: además de NYT, Deutsche Welle de Alemania y ProPublica de los Estados Unidos, firmados por los galardonados reporteros de investigación Anabel Hernández y Tim Golden, respectivamente.

Preguntar no es acusar; mucho menos difamar. Pero en vez de negar los hechos o el haberlos conocido, López Obrador no sólo defendió con arrogancia el haber difundido el número telefónico de la periodista, sino que acusó a ella y a su medio de calumniadores. Los señaló como “hampa del periodismo” y afirmó que las preguntas que le fueron enviadas no sólo lo afectaban a él como persona y a su familia, sino “al interés general de la nación”. “Aquí no se puede insultar, no se puede calumniar al presidente de México. Además, porque tenemos moral, llevamos años luchando por nuestros ideales por nuestros principios y es lo que estimamos más importante en nuestra vida”.

Los presuntos hechos de 2006 sobre los que inquiría Kitroeff, en primer lugar, no se referían al presidente que hoy es Andrés Manuel, sino al candidato que entonces era. En segundo lugar, hay sólidos datos y testimonios que sustentan que la investigación del Departamento de Justicia sí estaba en curso en 2010, la que fue cerrada por falta de evidencias o por razones políticas. En tercer lugar, no se podía hablar de calumnias por un reportaje en curso, que no había sido publicado (lo fue al día siguiente). Y si la reportera envió a la presidencia su número telefónico fue porque esperaba una inmediata respuesta, conforme a los usos de las redacciones periodísticas, no para que fuera hecho del conocimiento público. Más afrentosa fue la salida del gobernante al recomendar que la informadora cambiara su número. “No pasa nada”, dijo, minimizando la acción de la que no mostró arrepentimiento ni ofreció disculpas. No es la primera vez que el jefe del Ejecutivo usa su poder de esa manera. Ya antes se han exhibido impunemente en la mañanera información personal, incluso fiscal, de comunicadores como Carlos Loret de Mola, y otras informaciones que lesionan derechos de los particulares.

Las invectivas de López Obrador, hechas desde la presidencia y con la estructura de difusión de que desde ahí dispone, ya han tenido consecuencias. De inmediato, el Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales INAI, bajo asedio del presidente y sus operadores senatoriales, abrió de oficio una investigación de la divulgación por el titular del Ejecutivo. En redes sociales se propagaron, como respuesta a López Obrador, los números telefónicos de Sheinbaum, el hijo mayor del presidente, el coordinador de Comunicación Social de la Presidencia y la senadora y secretaria general del Morena Citlali Hernández, pero también el de la candidata opositora Xóchitl Gálvez; todos denunciaron haber recibido insultos y amenazas, de lo cual también el INAI abrió investigaciones. El caso llegó incluso a la Casa Blanca. En conferencia de prensa se preguntó a la vocera presidencial Karine Jean-Pierre, sobre la difusión del número de la periodista estadounidense y los comentarios de López Obrador. “No he visto esto. Pero, obviamente no es algo que apoyemos”, respondió la portavoz. Y agregó: “Es importante que la prensa pueda informar libremente de temas que son importantes para el pueblo estadounidense y de una manera en la que se sientan seguros y protegidos, no acosados o atacados. Esto es algo que obviamente rechazamos”. La plataforma YouTube, por violaciones a sus normas de confidencialidad, retiró el video de la mañanera en la que el presidente cometió la infidencia, y sólo la reinsertó eliminando el momento en que se hizo mención al número de la corresponsal. 123 periodistas mexicanos firmaron un desplegado en solidaridad con Natalie Kitroeff y desde luego condenando los ataques de que ha sido objeto la periodista desde la presidencia.

En suma, los cada vez más constantes abusos del poder presidencial, y las actitudes desafiantes de López Obrador, con las que se coloca a sí mismo por encima de la Constitución y las leyes, y confunde la representación del Estado que ostenta con la defensa de su persona, han llegado a un nivel más que preocupante. La inminente finalización de su periodo de gobierno, el proceso electoral en curso, que quiere ganar a toda costa, y los ataques y señalamientos de los que es objeto, seguramente como efecto de ese mismo proceso, parecen tenerlo muy nervioso y sensible. Ello ha desembocado en el uso de una moral personal distorsionada y en decadencia para tratar de justificar sus acciones como gobernante. Por encima de la razón de Estado, nos dice, está mi dignidad como persona y mi papel como representante del pueblo. Se trata de una actitud no vista en los gobernantes del último siglo mexicano, que puede, peligrosamente, traducirse en graves fisuras en el orden institucional en un momento siempre de riesgo, como son las transiciones del poder político.