Museo, guardián de la memoria

Museo de Artes de Pátzcuaro. (Foto: especial)

El Museo de la ciudad de Pátzcuaro, como la mayoría de los que se albergan en edificios coloniales o en modestas construcciones de épocas más recientes, es único e irrepetible.  Actualmente y desde hace más de 85 años, se encuentra bajo resguardo del Instituto Nacional de Antropología e Historia.  Indudablemente, el edificio que le contiene, ha sido testigo de la apasionante historia de un lugar que los antiguos abuelos denominaron Petatzécuaro y que resultaba, para su particular forma de ver la vida, un lugar sagrado:  situado en las faldas de una cañada por donde bajaba el agua cristalina que alimentaba a un hermoso cuerpo de agua, rodeado éste de más de cien volcanes extintos y espesos bosques, donde la flora y fauna abundaban.

       En años muy recientes y como resultado de estudios multidisciplinarios realizados en la Cuenca del Lago a finales de los años noventa del siglo XX, mediante las maravillosas fotografías satelitales y escaneo topográfico (“geo-radar”) realizado en el sitio Oriente de la ciudad (que integraron al  expediente realizado para el proyecto denominado “Plan Pátzcuaro 2000”), se logró ubicar el nacimiento de varios “ojos de agua” o manantiales, siendo uno de los más conocidos, el que dio origen a una bella narración, ocurrida cuando don Vasco de Quiroga “hizo brotar con su báculo, el preciado líquido, que ayudó a la permanencia en el sitio a una incipiente población, luego de una prolongada sequía”.

       Así fue como yo empecé a reconocer “nuestro Museo”: porque siendo niña, junto a otras condiscípulas, íbamos a tomar agua del manantial “del milagro”, bajando unos cuantos escalones hasta el sitio de donde, teniendo como marco una concha de cantera, brotaba el agua limpia, clara y cantarina, día y noche.  Este nacimiento se encuentra al lado del muro sur del Museo de Artes Populares, en la calle de Alcantarilla.

       En los años sesenta (del siglo XX), estando el Museo a cargo de la Etnóloga Teresa Dávalos Maciel, niñas y niños del lugar empezamos a frecuentar el Museo, invitadxs por “Teresita”, como le conocíamos y le gustaba la nombráramos.  Ella personalmente se encargaba de acompañarnos en nuestros primeros recorridos por las salas amplias, altas y húmedas que cobraban otra personalidad, al ser complementadas con las historias de todos los objetos artesanales provenientes del Estado de Michoacán, que nos causaban tanta extrañeza, al reconocerlos tan cercanos a nuestra cotidianeidad.  El ejercicio de reconocimiento terminaba con una tarea adicional: se nos entregaban hojas y lápices de colores para que en ellas plasmáramos, por escrito o mediante dibujos, lo que más nos había gustado del lugar.

       La historia que he venido construyendo desde entonces del sitio Oriente de Pátzcuaro y del Museo, con pocas variantes y mucha más información reciente, me ha permitido reforzar un convencimiento adquirido a temprana edad: cuanto más unx conoce del entorno que se habita, más podemos reconocernos como parte de una comunidad con raíces fuertes, diversas y añejas culturas; espíritu alegre y creativo, solidario y fuerte ante la adversidad.

       Hoy sabemos que el Museo de Artes e Industrias Populares de Pátzcuaro, contribuyó a dar vida al sitio poblacional actual, formando parte del conjunto arquitectónico colonial que ocupa uno de los lugares más representativos del antiguo Petatzécuaro: la parte elevada de la ciudad, en el lado Oriente.  Fue el sitio original del Primitivo Colegio de San Nicolás Obispo, fundado por el Licenciado Vasco de Quiroga en 1540 aproximadamente.  Esta construcción, junto con la Iglesia y el antiguo Colegio de la Compañía de Jesús, fueron edificados sobre los restos y con material de una gran plataforma ceremonial precolombina, parte de cuyos vestigios se pueden apreciar en el anexo Oriente del Museo (extendiéndose aproximadamente 400 metros de norte a sur según planos topográficos y vestigios encontrados en otros edificios).

       Como centro educativo y luego de la muerte de don Vasco, el edificio vino a ser ocupado por los miembros de la Compañía de Jesús hasta su expulsión de tierras americanas.  Se documenta que en 1869 (época de la Reforma) en este lugar se estableció la Escuela de Artes y Oficios y después, sucesivamente, la finca sirvió de mesón, vecindad, escuela primaria, centro de reuniones agraristas, cárcel y colegio para niñas, hasta que en 1938, por iniciativa de patronato ciudadano y mediante decreto presidencial, se le erigió como sede del Museo Regional de Artes e Industrias Populares, pasando a formar parte de la Red de Museos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en 1942.

       Nuestro Museo como tal y desde sus inicios, ha sido destinado para resguardar y exponer el trabajo artesanal de la región y en particular de la p’urhépecha.  Desde el año 2010, cuando se realizaron trabajos tendientes a reestructurar el guion museográfico y espacios museísticos, se ponderó el visibilizar todo lo que existe detrás de cada objeto o pieza en exhibición; a los hombres y mujeres que mediante su hacer y su quehacer, crean y dotan de identidad a cada objeto.  Cuya producción es reconocida por su variedad, calidad y estética, dentro y fuera del país.

       Estos renovados escenarios que dan vida a las colecciones del Museo, nos permiten saber algo más acerca de las personas que las producen; sus necesidades y tareas cotidianas, así como la organización del trabajo que implica cada uno de los oficios ahí representados, provenientes de la Meseta, de la Región Lacustre, de la Ciénega y de La Cañada, lugares donde la transmisión de saberes y habilidades se da a través de generaciones, teniendo como guía de sus bellas e inspiradas creaciones, una manera de ver al mundo, propia e intransferible.

       Porque propios de una cultura en permanente comunicación con el entorno natural, son los conocimientos y destrezas de los habitantes originarios de estas tierras, que han venido evolucionando sin perder de vista una historia tan antigua, como lo testimonian las técnicas de la alfarería, de la metalistería, la plumaria, la pasta de caña de maíz o de las lacas, así como de los trabajos en madera, las fibras vegetales o los textiles salidos del telar de cintura.

       El recorrido por los 12 espacios o salas del Museo, además de ofrecer testimonio de “conocimientos, destrezas y habilidades; sentidos de la estética y modalidades de organización”, permite traslucir el espíritu de un pueblo cuya cultura permea lo cotidiano de la vida en esta región.  Quienes nos sentimos orgullosxs de ella, te invitamos a recorrer el Museo de Pátzcuaro y a reconocer a través de sus salas, corredores y jardines, tantas historias que han permanecido casi ocultas, aún para los propios moradores.

       Hoy como nunca antes, reconocemos en esos antiguos pobladores de esta región, a los auténticos custodios de una región privilegiada, que llegó a resplandecer ante los ojos del mundo, por el cuidado que prodigaba a la Naturaleza, como fuente de inspiración, creación y Vida.