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La escuela, antes que otra cosa, es un dispositivo socializador que nos permite encuentros y desencuentros con el semejante. Función imprescindible pues nos habilita para la vida en sociedad en la que siempre hay diferencias con los otros y puntos conflictivos a los que se debería poder dar solución a través del diálogo y los acuerdos en común que se sostienen a través de la palabra compartida: esa que uno dice y se toma en serio porque es un modo ético de estar en el mundo.
Tal vez esto último de sostener el acuerdo a través de la palabra compartida implica cierta dosis de malestar pues para mantener cualquier acuerdo es necesario ceder un poco y aprender a perder: la vida en sociedad implica que no todo se realiza como yo quiero o como más me conviene, por el contrario, al perder el narcisismo del todo para mí es que podría comenzar una vida en comunidad que realmente considere al otro y su derecho a estar y existir. El otro no solo está afuera, sino que se trata de mi cuerpo y todo lo natural que hay en él: sus tiempos y sus modos, sus deseos, todo lo que me dice muchas veces sin que yo lo escuche.
Entonces, antes que agente de transmisión del saber o adoctrinamiento técnico-científico, la escuela es un lugar de alegría y sociabilidad donde los cuerpos expresan su verdad y nos enseñan a vivir en sociedad y convivir con la diferencia. No olvidemos la función primaria de la escuela en un momento tan crítico como este.