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Ideología del confort y cambio climático

Así lucía el Lago de Cuitzeo a fines de junio de 2023. | Fotografía: Agencia Comunicación Gráfica

¿En qué momento nos tomaremos en serio el cambio climático? La respuesta, fundada en lo que hacemos, me parece obvia: cuando nuestra vida esté en los límites de la destrucción, nunca antes.

Las razones para creerlo así se derivan de la dura realidad, de los valores de la cultura contemporánea, del corto alcance de los compromisos de las naciones para prevenirlo, del estado de las políticas ambientales, de sus presupuestos, y de la raquítica empatía de los sectores productivos que participan de las causales, quienes consideran descartable la probabilidad y costo de un desastre de esta naturaleza, aunque esté frente a sus ojos.

Pero sobre todo a la ilimitada y casi religiosa confianza en la ciencia y la tecnología que le ha servido al mundo moderno para construir la maquinaria para intervenir en la complejidad del planeta para convertir sus recursos en riqueza económica. Es una fe ciega que hace suponer que incluso el desorden planetario del cambio climático puede ser solucionado de inmediato con la dosis adecuada de tecnología.

La ciencia y la tecnología han servido de instrumento eficientísimo para dominar a la naturaleza, pero esa intervención ha tenido una desventaja: no ha procurado evitar romper los equilibrios o restablecerlos luego de su intervención. Desde luego que no es culpa de los saberes científicos y tecnológicos en sí mismos, sino de la responsabilidad ética de quienes así los emplean.

El acumulado de daño ambiental ocasionado al planeta desde la Revolución Industrial ha provocado una pérdida delirante de bosques y selvas, una desertificación abrumadora, la pérdida brutal de especies, la desaparición de glaciares, el calentamiento global resultado de los gases de efecto invernadero, y, múltiples efectos locales que todos percibimos.

Las generaciones que hemos poblado el planeta durante este período, apegadas a la fe en la ciencia y la tecnología, muy satisfechos por los beneficios inmediatos del estilo de vida de una modernidad sustentada en el aprovechamiento exhaustivo e irresponsable de la naturaleza, no nos hemos hecho cargo de los daños propios y los heredados. Practicantes de esta cultura del goce infinito, como normalidad inagotable, nos hemos olvidado de los riesgos. En consecuencia, no estamos preparados para enfrentar el colapso de este modelo de relación hombre – naturaleza, que está agotando sus posibilidades de equilibrio.  

Los acumulados son tantos que, hasta tiempos recientes, porque el daño comienza a sentirse en la piel de la sociedad actual, se ha comenzado a dar la voz de alerta. La poca ciencia que se financia para este efecto nos ha advertido de que los extensos períodos de sequía, la escasez de agua, las olas de calor extremo, el cambio en los patrones climáticos, la pérdida de capacidades alimentarias, el incremento de enfermedades, el desplazamiento de poblaciones en ciertas zonas, están directamente relacionadas con el cambio climático, con la historia de destrucción del gran ecosistema planetario que es el sustento de la vida humana.

Las alertas, sin embargo, parecen incomodar al placentero y muy normal estilo de vida que por cientos de años ha colocado en el centro de todo al deseo absoluto del homo sapiens, es decir, creemos que el mundo nos ha sido dado para subordinarlo y exprimirle sus secretos y sus riquezas.

Esta egolatría, que es exclusiva de nuestra especie, nos ha cegado y con ello nos ha hecho por completo vulnerables ante una realidad que hace mucho tiempo ha dado pruebas de estar fuera de control y de estar rebasando nuestros deseos de control sobre ella.

Este modelo de relacionarnos con el mundo, aunque no lo quisiéramos aceptar, ya está caducado, ya agotó de la peor manera: la destrucción, su viabilidad, y está poniendo en riesgo la civilización tal y como hasta ahora la conocemos. Ese es el costo de no reconocer en la naturaleza una entidad con valor en sí misma y ponerla bajo nuestros pies.

Hemos terminado enredados en los hilos de dominio que le hemos impuesto al planeta. Y enredados en esos hilos damos tumbos hacia una crisis de sobrevivencia que ya se deja ver localmente en muchos puntos del mundo. Pero, creemos que el modelo puede seguir funcionando porque siempre hemos creído en que los recursos planetarios son infinitos y reiteramos, con el liderazgo de los gobiernos de las naciones, seguir caminando la misma ruta, complacidos y confiados.

Se estima, por ejemplo, que México necesita invertir entre el 3.7 % y 4.9 % de su Producto Interno Bruto para prevenir y mitigar las contingencias climáticas, pero solo invierte el 0.4 %, es decir, una suma testimonial, a pesar de que a nuestro país se le reconoce como uno de los más vulnerables y lo estamos comprobando justo ahora con la sequía extrema, la escasez de agua e intensas oleadas de calor.

Las empresas que intervienen, de una manera u otra en la naturaleza, para obtener riqueza, no invierten, sin embargo, en la restauración que les es vital, si acaso migajas en contraste con las ganancias alcanzadas. En cambio, para restaurar, mitigar, prevenir o contener el cambio climático, el costo lo tiene que asumir la sociedad a través del presupuesto público. En todo esto hay una gran injusticia pues los mayores daños al medio ambiente son privados pero los costos son sociales.

Mientras no haya un cambio en el componente de las ideologías que la humanidad profesa que colocan al hombre en el centro, como dios secular, y a la naturaleza como medio y ente subordinado a los deseos de este, las políticas ambientales no serán más que aspirinas para el cáncer. En ese sentido estamos a una gran distancia de estabilizar los desequilibrios y mucho más cerca de un colapso civilizatorio.

Si seguimos por el camino de la tradición es altamente probable que solo actuemos frente al cambio climático cuando este derribe con sus fatalidades la puerta de nuestros cómodos hogares. Tal vez, solo entonces, nos dispongamos a hacer algo.

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