Dejar hacer, dejar pasar

El crecimiento del mercado aguacatero y de frutillas, que por su alto valor ha desplazado en Michoacán en el ritmo expansión. (Foto: especial)

Han dejado hacer y dejado pasar. El poder arrollador y corruptor de los inversionistas aguacateros y de frutillas se está llevando entre los pies el derecho al agua y las prácticas ancestrales de uso de pueblos y ciudades. El crecimiento desordenado de los espacios urbanos y de los cultivos está creando un conflicto que ya apunta a sucesos de ingobernabilidad.

El crecimiento del mercado aguacatero y de frutillas, que por su alto valor ha desplazado en Michoacán en el ritmo expansión, a los cultivos de cereales y tradicionales, es la expresión de una cierta modernidad que nace llevando implícita una paradoja, la de la insostenibilidad.

Si bien es cierto que esta actividad agrícola—si solo se le mira por el lado productivo y del dinero—reporta ganancias importantes a los inversionistas y tiene una aportación significativa en el Producto Interno Bruto de Michoacán, además de generar una cauda reconocida de empleos, no menos cierto es que viene acompañada de contradicciones preocupantes: cambio de uso de suelo, tala ilegal, concentración ilegal del agua, contaminación con pesticidas, ingreso de tecnologías dudosas en sus efectos ambientales, salarios raquíticos a sus empleados, empobrecimiento de las condiciones generales de vida de los habitantes del entorno, traslado de una parte mayoritaria de la riqueza financiera a los circuitos internacionales y agudizamiento de la inseguridad.

Esta actividad económica emergió en un ambiente de permisividad que sentó una tradición que hoy se asume como normal. En muchos casos lo hicieron solapados en el desconocimiento candoroso de la legislación, pero en la actualidad lo hacen en abierto desafío a las regulaciones de derecho y a las menguadas políticas ambientales.

El gobierno mexicano, como garante de las leyes que sustentan nuestro pacto social, de facto ha claudicado en materia de rectoría ambiental, de la misma manera como lo ha hecho en el campo de la seguridad. Los poderosos intereses que están detrás de estos cultivos han empujado al Estado mexicano a limitar sus atribuciones rectoras para quedarse sólo con el papel de cronista del desastre ambiental. El gobierno no desconoce el problema, es más lo tiene cuantificado y en ocasiones forma parte de su discurso, pero no gasta ni dinero ni energías en las acciones de ordenamiento que se necesitan. Es decir, concede la gracia de la impunidad a los transgresores, en aras de los indicadores macroeconómicos como el PIB, pero cerrando los ojos ante los conflictos sociales que ello está generando.

El crecimiento desordenado, ya sea de los espacios urbanos como de las actividades productivas en el campo, ha sido la característica que ha dominado en los últimos tiempos. La evolución caótica, sin embargo, está arrojando costos de tal magnitud que vistos en su conjunto superan con creces las ganancias aguacateras y de frutillas. Más preocupante aún que no tengamos, a pesar de recomendaciones bien sustentadas, una política nacional y estatal para contener y corregir.

De qué sirven los millones de dólares que se presumen como “ingresos” por la comercialización de esos productos si Michoacán ha perdido durante estos años de impunidad más de la mitad de los bosques y ya está condenado a enfrentar carencia de agua, contaminación y conflictos agudos por ella. Es decir, un horizonte de elevados costos financieros para reconstruir los servicios ambientales que se han perdido.

Si el gobierno ha claudicado en su encomienda ambiental, eso no significa que los problemas hayan dejado de existir, es todo lo contrario, ahora son más graves y más temprano que tarde tendrán que ser atendidos. Y ello ocurrirá, ni duda cabe, por los reclamos sociales.

Con menor o mayor intensidad los núcleos poblacionales, de manera espontánea frente a las afectaciones que llegan hasta sus hogares y sus parcelas, protagonizan eventos para reclamar la ley o actúan de facto para acotar los abusos de huerteros. Los ha habido en Tancítaro, en la  Meseta Purhépecha, en la rivera del Lago de Pátzcuaro, en Ario de Rosales, Salvador Escalante, Tacámbaro, Madero, Acuitzio del Canje y sur de Morelia, por sólo mencionar algunos.

En el fondo, los reclamos son en contra del modelo que se ha adoptado para la producción. Modelo centrado exclusivamente en la ganancia sin responsabilidades, en la sustracción irracional de bosques y aguas, en un criterio de comercialización absoluta de la naturaleza, en una filosofía inmediatista que pregona la importancia de consumir hoy al precio humano, ambiental, planetario y civilizatorio que sea.

El camino que hasta ahora se ha seguido augura la tragedia ambiental y humana, como ya está ocurriendo en Michoacán. Pero ante la ausencia del Estado mexicano y su gobierno nos queda el protagonismo de los ciudadanos.

Por donde ya está llegando ese protagonismo es por el tema del agua. El agua está relacionada de manera indisoluble al estado de nuestros bosques, al cambio de uso de suelo y a la tala ilegal. Sin bosques no hay agua. Predios talados y con cambio de uso de suelo no infiltran agua; predios con gigantescas hoyas concentradoras desertifican arroyuelos y humedales y matan ecosistemas.

Interesante el acuerdo promovido por las comunidades de Madero en la Mesa de Trabajo Ambiental del 1 de julio pasado con la presencia de autoridades ambientales federales, estatales y municipales, estableciendo que ninguna comunidad entregará agua a los sistemas productivos que hayan hecho cambio de uso de suelo. Tiene lógica. Si no hay bosques no hay agua, si tumbaste el bosque no tienes derecho al agua porque la estás matando. Es una manera precisa de encarar la discordia por el agua que sostienen productores destructores de bosques y comunidades que cuidan el agua.

A fuerza de insistir, el abandono ambiental de las instituciones gubernamentales tendrá que dar paso a la plena aplicación de las leyes. Con que se cumplan se podrá detener la marcha hacia la catástrofe.