Tierra de gigantes

Volcán 'La Malinche' en Tlaxcala. (Foto: especial)

Nuestros antepasados lograron tal convivencia con los “cerros que rugen y truenan”, que hasta ceremonias y fiestas en su honor realizaron, como podemos darnos cuenta que todavía hoy se hace, en muchos pueblos de distintas culturas; las más de las veces, arropadas en el sincretismo de la religión católica… o de plano transformadas en espectáculo, a capricho de instituciones turísticas.

       Los pueblos indígenas que han vivido por generaciones a las faldas de un volcán, desde tiempos inmemoriales han organizado su mundo y su vida en torno a la temporada de lluvias, de siembra, de sequía y de abundancia.  Y la Naturaleza es su guía.  Si a los cerros se les considera no sólo depósitos de agua, sino una especie de santuarios, a los volcanes (que en lengua náhuatl denominan “cuescomates”), además de reconocerlos como fuentes de agua y de todos los elementos que pueden beneficiar al hombre, se les venera y respeta como entidades sagradas, que “también suelen disgustarse”.

       México es una tierra de volcanes.  Actualmente, en nuestro territorio, se encuentran activos el Ceboruco y San Juan, en Nayarit; el Pico de Orizaba y San Martín, en Veracruz; La Malinche, en Tlaxcala y Puebla; Tres Vírgenes, en Baja California; el Evermann y Bárcena, en el Archipiélago de Revillagigedo; Chichón y Tacaná, en Chiapas; el Jocotitlán, en el Estado de México; el Derrumbadas, en Puebla; el Tancítaro, en Michoacán; el Iztaccíhuatl, ubicado en la frontera del estado de México y Puebla, además de los que últimamente han vivido períodos de actividad eruptiva: el Nevado de Toluca, el Popocatépetl y el Volcán de Colima.

       “Los volcanes tienen la costumbre de dormir por mucho tiempo: por unos 100, 600 o 1,000 años, para después, empezar una nueva etapa eruptiva” -afirman vulcanólogos que se especializan en “leer” la historia que se encuentra guardada en las rocas que dan forma a los volcanes.

      En el país, existen alrededor de diez campos volcánicos (según datos del Centro Nacional de Prevención de Desastres) y, por ejemplo, en el campo volcánico de Michoacán-Guanajuato, donde existen alrededor de dos mil pequeños volcancitos, los científicos piensan que existe la posibilidad de que nazca un hermano del Jorullo y El Parícutin.  Otros campos volcánicos son El Chichinautzin, al sur de la ciudad de México, donde se contabilizan entre 300 y 320 volcanes, siendo los más jóvenes El Xitle, El Teutli y El Chichinautzin; el de Los Tuxtlas, en Chiapas; otro en los alrededores de la ciudad de Xalapa, Veracruz; el de Valle de Bravo, Estado de México y el del Pinacate, en Sonora.

       En febrero de 1943, en la Sierra michoacana, nació el Volcán Parícutin, en tierras del poblado del mismo nombre, cuyos habitantes tuvieron que emigrar cuando sus casas, sus tierras y sus vidas se llenaron de lava y ceniza… Realmente, podemos decir que fue un Volcán amable (no cobró vidas humanas) y tuvo poco tiempo de vida, pues sólo presentó actividad eruptiva durante nueve años.  En 1952, cesaron las erupciones de este joven que hizo recordar al pueblo p’urhépecha lo que es vivir entre volcanes, pues 184 años atrás, a 75 kilómetros de ahí (en 1759) había nacido El Jorullo.

      “Vivir entre volcanes –menciona el arqueólogo Arturo Montero- tiene ventajas y eso lo sabían las culturas precolombinas que se asentaron a sus pies.  Las cenizas y lava que deja una erupción, contienen minerales que revitalizan los suelos y los hacen fértiles.” En sus exploraciones arqueológicas en el Iztaccíhuatl, el Popocatépetl o en el Nevado de Toluca, el arqueólogo Montero ha encontrado sitios y objetos que muestran que desde inicios de la era cristiana existe una relación ritual con los volcanes: se les lleva ofrendas y se les agradece que sean proveedores de fertilidad y agua.

       El Popocatépetl, al que los “tiemperos” (personajes que se comunican en sueños con los volcanes) llaman Don Gregorio, es uno de los “cuescomates” más venerado en la actualidad, seguramente porque en sus faldas se encuentran más de 35 poblaciones de tres estados: Morelos, México y Puebla.  Y es de Puebla la comunidad de Santiago Xalitzintla, cuyos pobladores suben cada 12 de marzo hasta una cueva del Popo, ubicada en una zona conocida como El Ombligo, para llevarle música, un traje y comida como ofrenda y de paso le piden un “buen temporal” para las cosechas.  El 30 de agosto, la ofrenda se la llevan a “la volcana”: al Iztaccíhuatl.

       El culto al Popocatépetl en la región del volcán, es de origen tolteca, coinciden los antropólogos, por el tipo de ofrendas prehispánicas ahí encontradas.  “Los días de guardar” de Don Gregorio son el 12 de marzo, el 2 y 3 de mayo (cuando se piden las lluvias); el 15 de junio en que la peregrinación se hace para “regular” las lluvias y el 30 de agosto, cuando se vuelve a peregrinar para agradecer.

       Hace cerca de siete años (julio 20l5), el Volcán de Fuego de Colima dejó sentir su explosividad, obligando a más de 300 habitantes de once rancherías a ser trasladados a albergues en Colima y Jalisco.  Pero aún a sabiendas del riesgo, muchos de ellos continuamente regresaban a “ver cómo se encontraban sus milpitas y animales”.  Este volcán, de 3,8160 metros sobre el nivel del mar, ha presentado eventos eruptivos desde 1913 y desde 1998 entró en plena actividad, con algunas explosiones, derrumbes, nubes de ceniza y flujo de material piroplástico.

       Los científicos que hoy estudian los volcanes, reconocen en los pueblos indígenas la relación de respeto que aún se conserva hacia esos focos neurálgicos de la tierra y los comparan a los seres humanos: cada uno tiene su propia personalidad.  “Los hay dormilones, jóvenes, serenos, furiosos, viejos e inquietos (como Don Gregorio).  Y México además puede presumir que en su territorio habitan varios gigantes.  El más grande es el Citlaltépetl o Pico de Orizaba, con 5,675 metros sobre el nivel del mar, o el mismo Popocatépetl, que tiene 5,426 metros de altura.

      La Cuenca del Lago de Pátzcuaro (Japóndarhu) está rodeada de más de 100 picos de volcanes.  Su presencia en nuestro territorio resulta la manifestación más evidente de que habitamos un planeta vivo y tenemos necesidad de aprender a convivir con él, como lo hicieron, como ningún otro en el mundo, los pueblos mesoamericanos, que -a decir del antropólogo guatemalteco Carlos Guzmán Blocker – “entrelazaron sus vidas terrenales con las dimensiones espacial y temporal, en una amplitud cósmica total”.